martes, 24 de enero de 2017

Historias de Colegio (Crónicas imaginarias)





Son las  6:45 am y debo apresurarme si no quiero llegar tarde. La buseta va atestada de gente, apenas y puede uno aprovechar el poco aire que circula. Mejor me voy bajando por en medio, “disculpe, disculpe,”, digo en voz alta, aish, esta vieja hijueputa no se quita de ahí, pienso para mí mismo mientras forcejeo tratando de llegar a la puerta de salida. No sé cómo puede esta gente vivir en una ciudad así, desplazarse de este modo tan inhumano sin chistar nada, sin quejarse, pero a quién o con quien o para qué, igual nada va a cambiar, todo va a seguir igual. Es cierto, soy un poco pesimista, a diferencia de mi abuelo quien ve progreso en una ciudad que no era nada hace tan sólo cincuenta años, llena de lodo por todas partes, sin el transporte público de ahora y los grandes planes de desarrollo que sueñan los mandatarios para seguir transformando la ciudad.
“Por acá, señor, déjeme por acá”, vocifero por encima de las cabezas de quienes van sentados. Mi voz fluye por entre los apretujones del nudo humano que trato de desenrollar para salir de este infierno. Me acomodo mi morral y aseguro mis audífonos. Recuerdo los consejos de mi papá: no hay que dar papaya, el que se duerme se lo lleva la corriente. Miro hacia adelante mientras voy liberándome cuerpo a cuerpo del tumulto que se arremolina dentro de la buseta olorosa a sudor envejecido, a aceite quemado y a comida trasnochada. Se detiene casi de inmediato y es como una onda que traspasa a todos, tiemblan todos los cuerpos que tratan de asirse a su centro de gravedad, y para no rodar por el suelo se agarran de lo primero que encuentran. Debo sostenerme fuerte y saber poner mis pies en el cemento para evitar caer delante de todos y hacer el oso. Estaría en boca de todos, sería el hazmerreír, la cantimplora del colegio por una semana, quizás dos, en la que todos depositan sus desperdicios. Eso ni pensarlo. Miro al conductor al descender de la buseta, algunos pasajeros ni se enteran de dónde están, ellos van escuchando música, mejor así, vivir desconectado de la realidad para no saber lo que sucede ni en la ciudad ni en sus vidas, el conductor que cambia el letrero de su próximo destino. Mejor ser como el perrito de goma que siempre será de goma y moverá su cabeza diciendo sí sin sentir nada por nada ni por nadie, sólo un movimiento nunca duda y siempre está de acuerdo a todo sin importar las explicaciones o los razonamientos.
Paso una de las porterías del colegio. El frente del colegio exhibe sus ladrillos a la intemperie. El muro que rodea el colegio es alto y coronado por una alambrada que nos protege de los peligros del sector. Esta calle está llena de huecos y además, me da risa, tiene un policía acostado que, como no está señalizado, hace saltar a todos los carros que no estén atentos a semejante elevación de concreto. El celador me mira de arriba a bajo como si buscara un indicio para no dejarme seguir. Ni siquiera lo saludo, ese desgraciado me cae mal, no solamente ayer sino más de una vez no me ha dejado seguir. Y sin poderse uno quejar por el derecho a la educación. Ayer, llegué cinco minutos tarde y me dijo que debía esperar al coordinador para que anotara mi nombre en la lista de retrasados. El celador es bajito, tiene poco pelo, ojos negros, usa gafas y revólver y es muy malgeniado. Creo que le gusta intimidarnos con su arma. Y si ve que uno lleva el cabello largo, tiene los ojos rojos, pupilas dilatadas o está mascando chicle lo esculca a uno el muy miserable para ver si encuentra alcohol o marihuana. Me da risa. El muy hijueputa cree que le vamos a dar papaya, no señor. Me escondo la colita de pelo debajo de la camisa para que don Carlos no se la pille y me acerco al círculo de mis amigos. Felipe a quien llamamos “flaco”, Andrés el care´pez, Camilo el “Churro”, Santi el “vago” y Alfredo quien nos gasta a los descansos por ser el de la plata. Les pregunto por el partido de Millonarios, por las posibilidades que tenemos de llegar a las finales, “no me joda, esa victoria sobre chandafé nos costó un arquero, no creo que lleguemos ni a cuartos de final”, dice el flaco. Bueno, más respetico con Santa fé, nosotros ganamos la temporada pasada, pilas…nos mofamos de Santi…eeehhh…uuuu…y le damos un par de calvazos.
Un profesor, “Ocho loco”, el de matemáticas, nos llama a los gritos para que pasemos a formar. Lo adelantamos y ni lo miramos. “Vístanse bien ese uniforme, esta es una institución respetable no cualquier colejucho de garaje”, grita mientras salpican sus babas por todas partes. Hacemos mala cara, avanzamos al patio central, vemos los imponentes edificios del saber que esperan, que nos aguardan para conocer mundos nuevos, soñar y formarnos para la vida. “Oiga, señor Alfredo, arréglese la camisa, no le han enseñado en su casa a vestirse, y usted, Sergio, ya necesita peluquero, si mañana viene decentemente llamo a sus padres”, y remata con nuestra poca paciencia “Ocho loco”. Nos embutimos  como podemos dentro del pantalón los bordes de las camisas del uniforme, abrillantamos los zapatos escolares contra las pantorrillas porque seguro van a revisar uniforme ahorita, nos arreglamos la corbata, ”marica hágame el nudo bien hecho”, “coooorran guevones que ya está hablando el rector….”              
Menos mal hoy tenemos salida a un museo del centro…, pienso. El patio central está rodeado de los edificios donde están lo salones, y para qué, la señora del aseo, doña Rosita hace bien su trabajo a pesar de nuestra ingratitud y descaro al arrojar la basura al piso habiendo caneca. “Haber señores, allá los señoritos de once que charlan como loras, cállense, no saben que tenemos izada de bandera, pongan ejemplo, haber, qué pensarán sus compañeros”, y la risa es general, cada profesor se encarga de su curso, pasan por entre las filas vigilando que cada estudiante esté en su sitio y bien presentado como lo manda el manual de convivencia, algunos regañan más de lo necesario, otros decomisan celulares o audífonos, y Andrea, tan bella esa profe que trata cariñosamente a sus estudiantes de prescolar. Nosotros babeamos por ella. Le doy un codazo al “flaco” cuando ella pasa frente a nosotros. “A discreción, atención, firrrrrrr…”, retumba la voz ampliada por el micrófono del profe “Chucha loca”, el edufísico, su voz y su mirada son espadas que cortan y alinean, que silencian y ordenan, que subyugan y detectan a los estudiantes más indisciplinados en el patio central del Colegio San  Lorenzo de Almagro. Suena el himno nacional de la república. Miro a derecha e izquierda, adelante y atrás: filas y columnas intactas como si fuésemos un solo pelotón dispuesto a la guerra del saber. Suenan las notas marciales del himno nacional. Observo a los niños de prescolar. Mi mente ahora viaja a mi infancia. Ahí estaba de la edad seis años sin entender el mundo (ahora trato de no entenderlo) cantando el himno nacional con la mano en el pecho para que el corazón no se me saliera por la boca. Mi patria bella, mi querida tierra, mi país natal, teñido por los colores de la bandera y símbolo de la entrega por el progreso y el desarrollo de sus gentes. Bah, pura carreta romántica. Falta sentarse a ver los noticieros nacionales para darse cuenta del mito en el que siguen empecinados. En fin, veo que ondea la bandera nacional en lo alto mientras se hincha de emoción el pecho de los profesores. ¡Cómo te adoro mi patria querida!
Le pregunto al “flaco” si trajo los Cd´s que le pedí y si me bajó los programas que necesito para la web que estoy diseñando. Me dice que sí y me los entrega al tiempo que llevo mis audífonos a mis oídos para no tener que oír más himnos ni tener que tragarme los discursos sobre cómo ser buenos estudiantes y para qué sirve estudiar, sobre los problemas de embarazos prematuros y el uso del condón, y además, toda una perorata sobre la importancia de madurar para por fin ser hombres con un proyecto definido que le sirva a la sociedad. ¿Qué significa todo eso?, me lo he preguntado todos estos años. Igual, yo creo que todo esto es fugaz y que nada es definitivo como la vida, es como un viaje que terminará algún día.
Ahora, los alumnos se desplazan por cursos a los salones de clase. Los profesores vigilan para que nadie se salga de la fila al baño ni para que se haga indisciplina. Siempre he comparado que a veces, no siempre, estamos como en un campo de concentración nazi y que esperan hacer cigarrillos y botones con nosotros. Lo vi en una película. Miles y miles de judíos quemados. Anuncian que el grupo ecológico se desplace al parqueadero porque el bus está por salir. Mejor irme, salir del colegio, así sea para ver el museo nacional, no importa, es preferible a tener que aguantarme la cantaleta de los cuchos. Ya me la sé de memoria y aunque a veces dicen cosas ciertos, hoy no estoy para sus vaciadas. Yo creo que ellos no soportan estar con nosotros, no disfrutan la vida, porque la vida es un paseo y hay que aprender a vivirla. Mire “al´pollo”, por ejemplo, el man era pinta y todo, alto, rubio, ojos verdes y hasta buena gente pero vaagoooo como él sólo, y vea, está becado y con todo pago en una prestigiosa universidad gringa. Eso sí que es saber vivir la vida.  
Acá las cosas seguirán igual y pues ojalá no se creyeran tantas mentiras, eso de soñar es bueno, pensar un nuevo país pero qué va, hay que ser realistas. Pienso a medida que la gente se va subiendo al bus. Me pongo los audífonos y sigo con mi cuerpo el ritmo de Metálica, ritmo loco y fuerte que me ayuda a sentir la plenitud del aire contaminado de la ciudad y lo sucio de la vida. La canción dura poco y ahora surge Nirvana en mi oído como si naciera de las sombras.  No puedo negar todo lo que me han dado mis padres y la profe Andrea, los consejos, recomendaciones y eso, pero nosotros, esta generación es diferente, hemos cambiado, los símbolos y las instituciones actuales ya no nos dicen nada, son obsoletos. ¿Quiénes somos? ¿Qué buscamos?, esas preguntas deberían resolverla ellos…       

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El bus del colegio me dejaba en la tienda de la esquina. Me gustaba quedarme ahí, entrar a tomar gaseosa y comer papas fritas, no porque tuviera hambre sino para ver a Julianita. Era una de mis vecinas y estaba muy linda. Claro que después, al llegar a casa, era confrontado por mi padre quien decía que estos jóvenes de hoy día son anoréxicos, que debía alimentarme, y que en sus tiempos sólo se tomaba sopa. Mi madre, por otra parte, no decía nada y se iba a llorar en silencio a la cocina. Pero me importaba deleitarme con el largo cabello liso y castaño de mi amor secreto, sus tiernos ojos achinados y cafés, su bello rostro, sus rodillas apenas visibles entre el borde de su falda de pliegues y la terminación de sus medias largas, y su manera femenina de ser…
Todo comenzó cuando una tarde pasaba frente a la tienda de la esquina. No estaba muy llena de gente y el papá de la niña recibía diversa mercancía que dos fortachones bajaban de un camión. Yo iba distraído hablando no sé de qué cosas con Tomás y hacíamos pases, pintas, amagues, y fallidas veintiunas mientras nos dirigíamos al parque del barrio para un “picaito” o encuentro futbolístico con unos pelaos que nos las debían. De pronto, vi el movimiento de una blanca mano lúbrica con el rabillo del ojo, una mano pequeña de largas uñas pintadas que me llamaba. Era muy extraña esa situación porque Julianita, la más deseada y apetecida entre mis compañeros de curso, quienes se la echaban a suertes  y apostaban su primer beso, su deseable primera caricia, era muy seria respecto a esos temas, y a causa de esa actitud burlona hacia sus pretendientes habían sembrado dudas sobre sexualidad al tildarla de lesbiana y zorra.
La reacción de Tomás no se hizo esperar, yo había “dado papaya” como se dice por acá cuando uno da motivos para que se la monten, le tomen el pelo, se burlen de uno; le entregué el balón de fútbol a Tomás y me acerqué a Julianita pensando que mañana sería monumento de burla para mis compañeros. Ella me miró con la profundidad de sus ojos enrojecidos por el llanto, me entregó una carta, besó mi mejilla y entró corriendo a refugiarse dentro de su casa. Tomás se estaba desesperando, me llamaba a gritos, oiga chino, corra que ya empezó el partido de fútbol, no voy, le fije, tengo una cosa pendiente en la casa; pero qué le dijo esa lesbi; nada, nada, me acabo de acordar de un favor que debo hacerle a mi padre…y salí corriendo para mi casa con semejante tesoro de papel ardiendo entre mis manos.
Entré sin saludar a nadie y de un portazo que hizo vibrar los ventanales me encerré en mi habitación. Puse la música a todo volumen para conectarme con mi yo. La carta era nada más y nada menos que un chantaje. El anónimo era claro: “…o me ayudas a pasar en los exámenes, o hago público lo nuestro…perra”.  Me sorprendí muchísimo, menos mal que no publicó esto en Facebook, pensé, y recordé aquella película famosa en la que un periodista poco ético en el manejo de la información se reivindica moralmente al denunciar al propio director de la cadena de noticias donde trabajaba por los delitos de extorsión y malversación de fondos. ¿Y por qué no podría yo denunciarlo en el periódico del colegio?
Por amor un hombre hace hasta lo imposible. Al igual que aquel periodista de la película yo quería también poner en evidencia al delincuente denunciándolo públicamente en el periódico escolar. Decidí portar en alguno de mis bolsillos una pequeña libreta y un bolígrafo para anotar los detalles de la investigación. Necesitaba, como en las películas policiacas, atar todos los cabos sueltos para capturar al secuaz y poder, finalmente redactar la noticia. Tenía, al menos dos datos para empezar la pesquisa. Primero, mi linda Julianita sabía quién era y además conocía el secreto por el cual estaba siendo extorsionada; segundo, la letra me podría llevar al culpable, a sus móviles y a su plan macabro. Y aunque Juliana nunca me reveló el secreto, pude caracterizar al culpable antes que me revelara el nombre.
Encontré en internet varios links que revelaban las personalidades de las personas según su tipo de letra. Me fijé en la escritura de la carta. Algunas palabras no reposaban sus cuerpos sobre los renglones. Ciertas letras como la “l” y la “t” estaban levemente inclinadas hacia atrás, y otras como las vocales no estaba del todo trazada su circularidad en el espacio. Tal vez el afán o la fatiga lo habían llevado a no terminar completamente ciertas letras y la ausencia de signos de puntuación hacía pensar que no le importaba la presentación estética de sus trabajos. Pero su texto, aunque corto y amenazante, reunía todas las condiciones específicas: había empezado en azul y terminado en verde, no pocos trazos eran inseguros, en algunos renglones había tachones y el término “zorra” estaba encerrado en un círculo de tinta roja. Un asesinato, pensé, luego sonreí por empelicularme demasiado.
Al día siguiente, formación en el patio, cantar los himnos, con todos… a discreción… atención, firrrr….; ese día no asistió mi angelito. Y aunque todos los compañeros de curso eran sospechosos, el perfil de la personalidad del susodicho descartaba a varios. Inevitablemente mi obsesión por la forma de escribir de mis compañeros me hacía fijarme en sus cuadernos y en cualquier detalle que me revelase lo más privado de su personalidad. Y todo lo anotaba en mi libreta. Me daba cuenta que algunos profesores era déspotas y les agradaba humillar a sus alumnos como mecanismo de defensa y de dominio. Y que había estudiantes de todo tipo. Pero sólo me fui fijando en los inseguros que le pegaban a los más pequeños, a quienes peleaban para llamar la atención, y a quienes tenían más de cuatro novias en el colegio sin que ellas lo supieran. Descarté a los vagos y a los perezosos porque no asistían a clase y tampoco tenían cuadernos.
Al salir del colegio, no llegué directamente a casa sino que, al bajarme del bus, entré a la tienda y pregunté a Julianita.
-Tienes que decirme quién es el responsa…
- Lo encontrarás mañana en la cancha de básquet pegándole a Tomás… eso me dijo…

Y me abrazó fuertemente como si fuera a partir para la guerra.

Al igual que el periodista de aquella película pude, al fin de cuentas, develar la verdad. La evidencia que había reunido me sirvió para redactar una noticia sobre las víctimas a manos de aquel matón de poca monta. Y, claro, nunca me la publicaron en el periódico del colegio (no obstante, vuelvo a decir, no obstante las evidencias reunidas tales como el análisis de su escritura, el testimonio de Julianita y no otras tantas víctimas, las fotografías de la escena, etc.), no lo publicaron porque creían que era un irrespeto al estudiante, que había otras maneras…aun así, tengo el recuerdo de un ojo morado y la nariz reventada por amor a Julianita. Sí, suena masoquista pero ahí nació lo que soy. Y ahora, acá, cincuenta años después, donde poco importan los reconocimientos por mi labor docente o mi trabajo periodístico, aislado en esta oscura habitación de no sé dónde, a la espera de que mis captores me traigan la última ración de pan rancio y agua sal del día, pienso en la posibilidad de huir para decir la verdad aunque me cueste la vida… nunca me doblegué a la usura ni al político de turno, jamás sucumbí al dinero fácil y muchas veces preferí aguantar hambre antes que inclinarme… y menos ahora, ahora que estoy preso a causa de mis ideas…