viernes, 9 de diciembre de 2016

Correr es escribir



Correr es escribir. Y cada paso es una palabra al aire que la ruta va grabando en el pavimento o en el sendero lleno de barro. Bajo el sol se escribe mejor mientras se trota, y bajo la lluvia las palabras parecen diluirse en la tinta del camino. Corremos y nos desestresamos, corremos y nuestros músculos se tensan como las palabras, cada bache del camino es un guion en el espacio de la hoja en blanco que se va poblando de símbolos como de corredores.  Correr es avanzar, y aunque duelan las piernas, las rodillas no funcionen, el estómago agudice su dolor bajo, se haya agotado el agua para refrescar el paladar o la lengua que se pega como una lija entre los dientes, siempre habrá la posibilidad de llegar, y como en la escritura, no importa si se llega primero, sino si se disfruta el viaje.
Frente a la hoja en blanco como en el sendero, hay posibilidad de inmovilidad. Sin embargo, sentimientos aparentemente opuestos equilibran la balanza de las ansias: miedo, amor o tedio puede impulsarnos a rayar el papel, a esgrimir palabras porque sí, a trotar por recreación, por pasar el tiempo, para mantener la barriga al día, para disfrutar del paisaje o de los amigos –pues nunca se va solo en un viaje como estos-, o para sobrevivir a la rutina. Por eso escribimos, por eso trotamos. Y es que tampoco escribes solo. Todos los demonios te acompañan, todos los dioses te siguen. El pasado es tu presente, el futuro una posible trama literaria por contar.
Te caes, tus amigos te levantan, te ayudan, te sostienen, vas escribiendo y no importan los tachones ni los olvidos, todo es devorado por el fuego del olvido, vas abriendo tu propio sendero a través de las palabras, a través de la naturaleza que nace bajo tus pisadas de trail runner, no vas primero, es mejor ser último como si estuvieras escribiendo la novela de tu vida a cada paso, a cada zancada, los ángeles demonios inflaman tu pecho y expanden su fuego por tu sangre hasta que la escritura parece respiración, gemido, tu propio aliento, como si corrieras contra ti mismo porque no tienes tiempo de hacerlo en una segunda vida, porque es ahora, en medio de tachones y de la lluvia, podemos llegar a la meta, es decir, palabra tras palabra, paso a paso, irnos olvidando entre muchos otros corredores que nos ayudan a concluir el viaje, entre amigos imaginarios que obligan a seguir escribiendo.       
En todo caso, escribir y trotar nos impulsan a la marcha, a abandonar toda inmovilidad, a ser creativos, nos oxigena, nos alimenta de suspiros las venas, dejamos atrás nuestras oficinas y seguridades cotidianas por el riesgo del viaje porque ambas opciones de vida –escribir y trotar- son tareas arriesgadas. En ambas morimos un poco, en ambas nos acercamos a nuestro destino, en ambas sabemos de qué material estamos hechos y hacia dónde no queremos ir. Es por eso que no esperamos el tren sino que vamos en búsqueda de él, quizás no para subirnos a uno de sus vagones sino para rebasarlo.

Yo, ahora, ya veo mi tren venir en el siguiente renglón y aún no termina mi marcha, es un tren largo y gris que se confunde con la lluvia. Y continúo trotando y tachando y rompiendo páginas, sin que se acabe la página. 

Trail Running




Mi primer trail running, sin temor a equivocarme, y sin ánimo de burla, fue cuando era bebé.

El abuelo había construido una cuna alta y azul, con rodachines para desplazarse desde su dormitorio hasta la cocina para no tener que cargar al niño porque le costaba caminar. Recuerdo, vagamente, que quizás en un descuido de esos, cuando mis piernas endebles y arqueadas empezaron a fortalecerse, comencé a trepar por el muro de tablas sacadas no sé de dónde, escalar un muro para mí infranqueable, y a hacer largas gateadas por la casa. El abuelo era feliz al ver aquel pequeñajo rechoncho tiznado de hollín recorrer todos los rincones donde su voz llegaba.

Hoy celebro con una fiesta de confeti y bananas el día que logré estar de pie. Ya no iba a seguir viviendo la tiranía de arrastrarme por el piso. Mi recompensa, después de todo, era subirme en las piernas del abuelo, abrazarlo, acariciar su barba, ahogarme bajo el océano de sus ojos azules.


Ahora, años después, ahora que voy trotando por la orilla de esta carretera paralela al tren de la sabana, pienso que subir las escaleras al solar de árboles frutales de la casa cuando era niño o encaramarme al techo de la casa para alcanzar el codiciado premio de comer duraznos en las tardes de Cogua (Cundinamarca) fueron parte del entrenamiento de la vida. Porque la vida es un trail running que exige esfuerzo, a lo mejor disciplina, para disfrutar del mejor modo el viaje. Y aunque no haya camino ni señales por dónde ir, siempre, encontraremos camaradas que nos acompañarán, nos animarán, nos alentarán a seguir adelante con nuestra propia marca. El trail runner sabe que no hay meta –de pronto la muerte-, y que la victoria es la amistad, el aire puro de la punta de las montañas, abrazar árboles, santificarse con el agua mítica de los ríos, purificarse con el viento antiguo que silba músicas antediluvianas.

Soy inexperto, un aprendiz del trail running, y aunque mi experiencia se reduce al Choachí Trail, 10 K, organizado por mi hermano Elias Buitrago, siento la fraternidad de los compañeros de camino que han asumido el trail running como un estilo de vida, más allá de ser un hobbie, un snob romántico o una moda hipster de amor a la ecología y a los animales en vía de extinción. Yo voy, por ahora en el asfalto tratando de manejar la respiración, sin mucha técnica, pero reservando fuerzas para el viaje de regreso, con una leve punzada en la pierna izquierda, y alegre por las crónicas de los verdaderos trail running, maestros de la vida.     

    

jueves, 8 de diciembre de 2016

Entrevista para CLAROSCURO

¿Dónde encuentras la poesía?
La rutina que impone el día a día me obliga a eludir el cansancio y la monotonía cotidiana por medio de la poesía. Así pues, la poesía surte en mi vida el efecto no de alucinógeno ni de analgésico sino de vehículo portador de significados para esos instantes que pueden ser inmortales en las palabras, palabras que aletean en la orilla de la página o que son una ola sin aliento que muere en la arena del pensamiento, palabras que de pronto nos vuelven cósmicos por un momento.
También encuentro la poesía en mi pasado, en esos momentos felices –y no tanto- de mi infancia que nutren los nervios y las hojas de los poemas. Es obvio, tampoco lo puedo olvidar, para ser menos metafórico, más periodístico, que alimento mis textos de lo que leo a diario –incluso los trabajos con faltas de ortografía de los estudiantes-, novelas, libros de poemas encontradizos, y hasta de lo que se publica en las redes sociales –porque allí no todo es basura, como lo pintan-.
En realidad, todo sirve de pretexto para hallar poesía, pero además es la poesía la que nos encuentra, la que sale a nuestro paso y nos besa en el camino y nos derriba al primer abrazo sin que nosotros siquiera nos demos cuenta.  

¿Qué hace de un poema un buen poema?
Creo mucho en que la experiencia poética de cada quien es personal e intransferible, como la fe. Si esto es cierto, entonces no había medida alguna, ni siquiera aportada por la crítica literaria ni por los rigurosos cánones literarios para “medir” un poema y determinar de este modo si es bueno o malo. Así las cosas, creo que el lector, incluso quien que no se sienta tan avezado en estas lides poéticas, puede sentir si el poema le llegó o no al corazón, y quizá sea esa su balanza. ¿Cómo equilibrar todos los elementos de la materia del poema para llegar también al corazón de los necios, es decir de la crítica? Es difícil, sobre todo, considerando que los poetas no pueden –no deberían- escribir para complacer a las editoriales o ganar aplausos de públicos preseleccionados por el marketing.
Últimamente, esa tarea de definir la temperatura de un poema se la he dejado al lector. Me gusta oír a la gente sencilla, a los compañeros de camino, ellos son mis verdaderos críticos, ellos me dicen si el poema es bueno o no. Por mi parte, yo como lector gozo degustando todas las poéticas, y mi estado anímico también me identifica con palabras, versos o poemas donde veo mi reflejo en el fondo de sus estanques o escucho mi nombre entre sus sílabas. Sinceramente, no sé qué hace de un poema un buen poema, pero sí sé llorar, reír, jugar, saltar soga, gritar, dibujar y soñar, y eso trato de hacer en un poema, eso busco en un poema, es decir, regresar a mi infancia.        

 ¿Cuáles han sido tus influencias poéticas?
Empecé asistiendo a recitales de poesía en diferentes lugares de Bogotá. Yo creo que fue oyendo el poema El Cuerpo de ella del poeta Nadaísta Jota Mario Arbeláez que quedé maravillado con la fuerza de la palabra y sus posibilidades infinitas. Ya antes, años atrás, había memorizado casi en su totalidad ese famoso nocturno de José Asunción Silva, sí, el del billete de cinco mil pesos, y aunque no sabía mucho de nuestro valioso e injustamente olvidado bardo Bogotano –o poco reconocido por su valía, su valentía y coraje ante la vida-, me deleitaba con esa música dolorosa “llena de perfumes, de susurros y de música de alas”.
Creo que sin darme cuenta, y en poco tiempo, muchos poetas y poemas me habitaron hasta embriagarme totalmente de poesía. No tuve orden ni medida en el consumo diario de poemas y sentía que me quemaban dentro. Es por eso que agradezco haber estado en los colectivos poéticos de la Fundación Siembra (Sogamoso, Boyacá), Zaguán de Poesía (Cúcuta, Norte de Santander) y Los impresentables (Bogotá) porque pude desintoxicarme y creer en la posibilidad de que tenía una voz particular, un tono a gusto para mí para expresarme.
Ahora bien, es imposible olvidar los talleres de poesía de Piedad Bonnett quien, pacientemente, dirigía nuestros sueños para que nos estrelláramos contra la realidad al dejarnos pilotear nuestra propia nave fantástica. 
Y, sin embargo, ¿cómo -en pocas líneas- compartir las alucinaciones provocadas por los poemas que he leído y por los que no he leído?

¿Para qué la poesía?
La poesía sirve para sobrevivir. No puede ser que sólo se exhiba desde el balcón crepuscular para que todos vean sus carnes, sino que es la militante que subvierte el orden y pervierte lo establecido. O a lo mejor no. Sólo la poesía existe para gozar y aprovechar el tiempo insanamente.   

¿Qué poetas o qué lecturas recomiendas?
Es una pregunta difícil pero creo que el corazón del lector debe guiarlo hacia las lecturas que requiere su alma en ese momento. Los libros nos buscan, nos necesitan, nos encuentran. Sólo basta abrir las ventanas del cuerpo y creer en las palabras. Pueda que a lo mejor hallemos algún poeta inglés del siglo XVI que nos entusiasme, que leamos esa novela aburrida en el colegio pero que hoy cobra sentido, o que penetremos en las páginas de mamotretos mamertísimos que ahora nos divierten. Es urgente darle oportunidad al azar para que los libros de todos los siglos y de todos los autores vengan a nosotros y nos inciten a gozar la vida. Claro que también podríamos oír música, bailar, orar, ir a misa, o quizás hacer el amor.

¿La poesía en silencio o la poesía en voz alta?

La poesía busca ambos caminos -el silencio y también la voz alta- y por eso es imposible detener su caudal sonoro solamente con cerrar un libro, apagar la luz, quemar una biblioteca o asesinar a los poetas. La poesía se oye en los salmos que se meditan en silencio en la capilla de un convento o mientras se espera el bus a la hora pico, la poesía se grita en los reclamos de las huelgas, en las represiones de la policía, y en los libros que aguardan empolvados en el anaquel más olvidado de alguna biblioteca invisible.

Y si bien es cierto que la poesía nos busca, nos llama entre el silencio y la voz en alto, tal vez en el ensueño, es en la hecatombe urbano, en el corazón cotidiano de la ciudad donde mejor se expresa.     


Datos biográficos

Nació en Zipaquirá, Colombia, el 24 de noviembre de 1977. Participó en los colectivos literarios Fundación Siembra, Zaguán de Poesía y Los Impresentables. Es Hermano de la Salle. Publicó el poemario  Estación del fuego  en 2007. Ha obtenido varios reconocimientos  literarios: Primer puesto en el II concurso La memoria de nuestros pueblos”: Homenaje a los estudiantes caídos en soledad"; mención en el IX concurso Bonaventurano de Cali; mención en el XXVI concurso de Poesía y Cuento de la Universidad Externado de Colombia, segundo puesto en el XII concurso de poesía Eduardo Carranza (año 2014), mención en el XII concurso Bonaventurano de Cali (año 2106) y segundo lugar en el Concurso Internacional de Poesía Ediciones Literarte, Argentina (año 2016). Ha publicado artículos y poemas en varias revistas literarias. En el año 2015 colaboró como columnista en la revista Vórtice, Nicaragua (año 2015). 



viernes, 2 de diciembre de 2016

Carpe Diem dentro o fuera de los libros




La expresión latina Patientia vencit omnia (La paciencia vence todo) bien podría aplicarse al proceso de lectoescritura que cualquier persona pudiera emprender para consolidar su formación personal, o simplemente, por el puro placer de perder el tiempo. Pues bien, en lo que a mí respecta, me agrada este segundo tipo de lectoescritores, no así quienes esgrimen cánones (incluso dentro del basto universo de la literatura) para imponer dogmas (desde la cátedra anacrónica de la doble moral de quien sólo repite lo que oye) sobre la importancia de leer para formarnos como personas buenas, sobre la necesidad de subir los índices de lectura en el país, sobre la cuestión importante de los hábitos de lectura, y hasta se recetan a diestra y siniestra libros, como sucede a veces en muchos salones de clase donde el estudiante debe ajustarse a las exigencias del docente, ceñirse al canon literario, sobrevivir a la dictadura del syllabus.


Me parece saludable aprender a perder el tiempo leyendo lo que nos guste y buscando nuestro propio pulso en las palabras, derribar los viejos muros de horarios y tareas por terminar, y sin quererlo practicar uno de los derechos recordados por Daniel Pennac sobre el evitar leer lo que no nos gusta, aquel libro que no dialoga con nosotros apenas lo saludamos, ese que arde con sólo una mirada o un gesto a las páginas y sentimos que  siempre nos buscó y que nos ha elegido para ser sus cómplices en sus páginas. Sólo, entonces, quizá caigamos dentro del libro como en Historia sin Fin o en Corazón de tinta, y quizá sólo así, podamos palpar como Gregorio Samsa nuestro caparazón de insecto o ver con los ojos de un gato la sociedad japonesa de su época como en El Gato, novela escrita por Natsume Soseki. Sí. Labor poco sencilla la de escribir, (y aún más leer), un acto antinatural eso de escribir, afirmaba el novel mexicano Carlos Fuentes.    

Aprender a leer y a escribir requiere paciencia, esfuerzo, tiempo, lleva años y años darse cuenta que es un proceso que acaso termina nunca; es una empresa tiránica donde intervienen personas, actitudes, aptitudes, y situaciones con un fin común, y siempre bajo la consigna de consolidar el reconocimiento del lenguaje por el cual comunicarnos, un lenguaje que permite construirnos como individuos, determinarnos entre las palabras y silencios y ecos compartidos, o quizá guiados por el azar de la intuición sea la palabra la que nos haga performativos e intimemos con los libros que ya sabemos de memoria sin siquiera haberlos leído… ¿Por qué? Porque pasamos toda nuestra vida detrás de las palabras, y no hace falta responder preguntas como ¿cuántas horas al día hablamos? o ¿qué hemos escrito? para sentirnos escritores. ¿Perogrullo? ¿Ignorancia?  

Porque al fin y al cabo ¿qué queda después de años y años y años de pasar por las “aulas” (la educación es excluyente, no la pregunta) para “aprender” a leer y escribir? Quizás el aprender a desaprender sea la mejor lección que un maestro pueda regalarnos. Pero eso lo sabemos luego, al principio es garabatear rayones, pequeños trazos temblorosos que con la práctica se convertirán en círculos y palos que conformarán símbolos universales, letras que nos acercan al otro sin siquiera estar ahí. ¿O sí estamos ahí? Y maravilloso es cuando al fin esos rayones en el papel doblado en las esquinas manchadas de tinta o café o mordido por el afán “adolescente” cobra sentido y peso y las palabras retienen lo pensado.

Pero no suponemos que leer y escribir son dos caras de la moneda. Leo como escribo, escribo como leo, pienso como escribo, hablo como pienso, una idea no mía sino de La Cocina de la Escritura, de Daniel Cassany. Y que esa moneda es menester acuñarla como el Coronel elaborando pescaditos de oro o Melquiades con sus manos de gorrión escribiendo la profecía cifrada y condenatoria de los Buendía en Cien Años de soledad. En contraste,  nos dejamos diluir por el facilismo: hacemos la plana como sea para poder salir a descanso, -así debamos repetirla, no importa-, copiamos del compañero los resúmenes de la novela o que nos la cuenten o vemos la película para poder ir a jugar fútbol o elevar cometas, y eso de leer queda relegado a los ñoños, es tedioso, ni locos que estuviéramos leeríamos Papá Goriot, El Carnero, La María, La Celestina, El Quijote, Lazarillo de Tormes, Mío Cid y otros bodrios que no se comparan con Cincuenta Sombras de Grey, Harry Potter, El Señor de los Anillos o El Alquimista.

¿Quién tiene la razón? ¿Cómo se establece lo que se debe o no leer? ¿Qué es lo predominante a la hora de guiar o impulsar a alguien a leer y escribir? Me gusta mucho la película Descubriendo a Forrester, del año 2000, dirigida por Gus Van Sant y producida por Sean Conery. En ella, un muchacho de tan sólo dieciséis (Jamal Wallas), negro, entabla  amistad con un escritor (William Forrester) quien le encausa su talento y lo marca para toda la vida. La relación entre “estudiante-profesor” pasa de ser distante, de fisgonear al joven que juega basquetbol desde la ventana de su apartamento en el Bronx hasta al fin forjar una amistad entrañable en la que cada cual devela sus miedos al otro. La película deja varias lecciones. Por un lado, todos necesitamos esos amigos mecenas que potencien nuestras fortalezas, que nos tache los textos y nos cuestione no sólo durante el proceso de escritura sino sobre lo podríamos hacer con nuestra vida. Y por otra parte, no siempre el contexto de pobreza y violencia de donde procedemos determina nuestras capacidades, aunque sí pesa muchísimo a la hora de aspirar vivir de otro modo. Jamal Wallas, la joven promesa del basquetbol y prometedor escritor no hubiese podido surgir socialmente sin la ayuda de su amigo William Forrester; es comprensible, diremos, ya que Jamal es negro y vive en el Bronx y pretende entrar a círculos sociales inaccesibles para él. (Pensamiento pobre heredado por siglos de sometimiento y desigualdad y violencia, incluso en el aula de clases).

Pienso que leer y escribir debería realmente ser la llave que abre puertas (al parecer no es tan simple), la lectoescritura debería trazar el camino hacia el éxito de las personas, potenciar las capacidades para ser felices en la vida; y aunque afortunadamente nuestro héroe del Bronx (Jamal Wallas) termina mitificado por su proeza, no sucede lo mismo en La sociedad de los poetas muertos -película del año 1989 dirigida por Peter Weir- en la que desgraciadamente uno de los estudiantes (Neil) se suicida porque ve truncado su sueño de ser actor por sentirse obligado a seguir la tradición familiar de estudiar medicina. Claro, en ambas películas hay dos mártires, por decirlo así, que afectan no solamente la trama sino la consecución del destino de los personajes: William Forrester le deja a su amigo Jamal no sólo su apartamento lleno de libros sino su segunda y última novela inédita para que la prologue (Forrester hacía por lo menos cincuenta años no publicaba) sino que al fin regresa a su patria para morir en paz, y, en el otro extremo, Neil, se suicida para ser glorificado al final de la película cuando al ser expulsado Míster Keating todos los estudiantes (casi todos) se suben en sus pupitres en señal de respeto, y sin discursos finales y poemas grandilocuentes nos enteremos, el público constreñido por la tragedia, que vale la pena luchar por nuestros sueños, y claro, morir por ellos. Es así, como creo que en ambas películas el profesor sale ganando al obtener su mejor premio: sembrar esperanzas en la oscuridad, compartir el amor por lo que hace (y es) con ese otro que se siente ausente y sin posibilidades de surgir por su miedo y su medio aplastante que lo obliga a no ser, ese profe amigo que nos despoja de nuestros miedos o al menos los comparte con los estudiantes o si quiera confía en sus discípulos, ese autodidacta que lee y escribe junto a ellos. (Eso si aún creemos que el ejemplo es el que educa. Hace unos años el proyecto Atlántida catalogaba a los adolescentes como un continente sumergido, sin embargo, para ellos, para los “adolescentes“, los adultos también son territorios sumergidos, países arrasados por la pereza o la rabia o la obligatoriedad de estar en un salón de clases o de ser padres por accidente o analfabetas de la tecnología que no hablan los nuevos lenguajes juveniles).

Bueno, en la vida real no es tan fácil como en las películas. Y quiero salvar mi responsabilidad en la 
medida en que no soy yo quien deba determinar lo que es saludable o no, lo que se ha de leer o dejar de lado, no soy quién para decretar leer Hamlet o Los Detectives Salvajes o The Middlesex sólo porque a mí me gusta, para imponer la lectura (en el aula) de Mío Cid o El Carnero sólo porque lo demanda el currículo, porque así es y punto, porque impera la autoridad del profesor por sus títulos universitarios y años de experiencia y no por lo que siente como persona o padre de familia o amigo o por lo que escribe y publica y tacha y lee frente a sus pupilos, creo que cada cual debe apáñesela como pueda, no hay consejos (en un mal parafraseo a Fernando Vallejo), cada cual camine a su modo, ábrase paso en el océano de la superficialidad y la derrota y la desesperanza, luche por sus ideales, sostenga el peso del otro si las fuerzas le alcanzan, no importa si hay tachones en el camino y la hoja de papel se rompe o la moja la lluvia, hay que pasar la página, caminar de otro modo, soñar, persistir aunque nos rechacen, tachar y tachar y leer sólo lo que nos guste aunque el profesor exija ese trabajo  sobre aquel libro para el día siguiente, y esforzarnos sin pretender que todo es fácil y que vivimos en un paraíso sin problemas, como nos lo hizo saber ya hace mucho el original pensador Estanislao Zuleta en su formidable Elogio a la Dificultad.

Por ahora, amigos, y mientras pasamos la página al libro que estamos leyendo o hacemos el último tachón correspondiente antes de entregar el trabajo al profesor o regresar a la oficina o escuchar música o hacer el amor, espero como el viejo Coronel a que llegue la noticia reciente de que no desistimos en el intento de escribir, que terminamos el informe o el ensayo, que fuimos más allá de la nota o del aplauso, que efectivamente leímos el texto asignado o que hemos descargado al dispositivo móvil nuestra propia biblioteca en PDFs de autores favoritos, o que disfrutamos nuestros audiolibros tanto como las mantecadas. Nada puede impedir que vivamos la lectura, que descubramos mundos memorables en los libros, que los libros sean parte de nuestra vida, y que escribimos impulsados por los sueños y no por los reconocimientos literarios o los premios póstumos. Aprendamos a perder el tiempo en lo que para nosotros significa vivir al máximo, Carpe Diem dentro o fuera de los libros, más allá de los errores ortográficos que inundan la ciudad llena de huecos y perros hambrientos y violencia, y seamos pacientes mientras abrimos camino al andar, como señala Machado.          

miércoles, 27 de abril de 2016

Dreams

I have this dreams:
A bird flying inside my blood
And many butterflys are as my words
When I think in the lips that I kissed.
My dreams are as a house
And in this house
I live my childhood yet
And in this house I follow my whispers
And my whispers fly as a birds
Or as a butterflys inside of the words.

lunes, 28 de marzo de 2016

Goodbye, Bogotá


Yo me interno por entre los olores nauseabundos de la ciudad, respiro sus humos putrefactos que tanto adora mi amigo el escritor sin oficio que no hace más sino medir calles a ver si encuentra a la inspiración sentada en alguna silla abandonada del parque central donde un indigente de la calle se lava impúdicamente sus intimidades.
Camino sudoroso por calles ruidosas no sin antes detenerme en alguna iglesia fortuita para lavar mis culpas en la pileta bautismal o mirar el rostro de los santos inmutables ante los holocaustos cotidianos que a veces callan los periódicos, busco entre los rostros otro rostro, tal vez mi rostro.
Llevo la misma camisa rota y maloliente que usé la última vez que visité mi patria, voy con mi costal al hombro, llevo dentro de mi bolsa todo lo necesario para sobrevivir, todo aquello que requiere un peatón usual que se detiene frente a restoranes a alimentar sus ojos hambrientos con la dicha ajena, no uso armas aunque sí quisiera para defenderme de la frialdad y la mirada lacerante de quien pasa de largo, y desde luego, mi cuaderno de notas, mi libreta de apuntes inseparable como mi desgracia, aquí escribo las revelaciones que las musas de Homero y mis tripas me susurran, y sin creer que sea posible que alguien me lea alguna vez o me publique alguna gaceta literaria prestigiosa.
Vivo mi propio spleen y me atormento alterando mis sentidos para creerme profeta en mi propio mundo, en esta ilusión de biblioteca infinita que tengo que vivir bajo los puentes y a la intemperie, bajo el cielo abierto que admitirá mi tumba, mi descenso al valle de huesos donde reposa mi madre a quien acompañaré tarde o temprano.
Ya es tarde, la hoja se acaba, los renglones se tuercen o se doblan sin que yo pueda detener su tono nervioso de violín roto, y finalmente debo buscar alimento y techo antes que empiece a llover, ya las primeras gotas mojan la página palpitante, no soy yo, este llanto no es mío, estoy alegre, alegre porque se me han revelado misterios que sólo yo contemplo y puedo complacerme en ellos a mi antojo, nadie más ve o siente lo que veo o siento, sólo yo, y estoy feliz por ello, es un regalo y mi desgracia. Adiós, adiós a todos. Goodbye, Bogotá; Goodbye, Lennon. Adiós.

sábado, 5 de marzo de 2016

Aquí te amo


***

Aquí te amo, 
aferrado a tus ansias, hacia mi adentro cóncavo donde pierdo mis uñas y mi pelo; y en los arenales solitarios de tus vértebras olvido mi piel, mis rencores, mis dudas, mis naufragios; y en pos de ti, en la punta de tu lengua de agua, con tu oscuridad bombardeada de por medio, derrotado en tus dominios.


***

jueves, 21 de enero de 2016

Llego a tu puerta

Llego a tu puerta
con mi viejo traje remendado por los pájaros.
Traigo el abecedario del viento
que gira su rueda en esta charca.
Y antes de irme
te devuelvo tiempo,
los meses, el olvido y mis años lluviosos,
mientras mis brazos revuelven el aire
donde trituro la endurecida noche de piedra.