Son las 6:45 am y debo apresurarme si no quiero llegar tarde. La buseta va atestada de
gente, apenas y puede uno aprovechar el poco aire que circula. Mejor me voy
bajando por en medio, “disculpe, disculpe,”, digo en voz alta, aish,
esta vieja hijueputa no se quita de ahí, pienso para mí mismo mientras forcejeo
tratando de llegar a la puerta de salida. No sé cómo puede esta gente vivir en
una ciudad así, desplazarse de este modo tan inhumano sin chistar nada, sin
quejarse, pero a quién o con quien o para qué, igual nada va a cambiar, todo va
a seguir igual. Es cierto, soy un poco pesimista, a diferencia de mi abuelo
quien ve progreso en una ciudad que no era nada hace tan sólo cincuenta años,
llena de lodo por todas partes, sin el transporte público de ahora y los
grandes planes de desarrollo que sueñan los mandatarios para seguir
transformando la ciudad.
“Por acá, señor, déjeme por acá”, vocifero por encima de las cabezas de quienes van
sentados. Mi voz fluye por entre los apretujones del nudo humano que trato de
desenrollar para salir de este infierno. Me acomodo mi morral y aseguro mis
audífonos. Recuerdo los consejos de mi papá: no hay que dar papaya, el que se
duerme se lo lleva la corriente. Miro hacia adelante mientras voy liberándome
cuerpo a cuerpo del tumulto que se arremolina dentro de la buseta olorosa a
sudor envejecido, a aceite quemado y a comida trasnochada. Se detiene casi de
inmediato y es como una onda que traspasa a todos, tiemblan todos los cuerpos
que tratan de asirse a su centro de gravedad, y para no rodar por el suelo se
agarran de lo primero que encuentran. Debo sostenerme fuerte y saber poner mis
pies en el cemento para evitar caer delante de todos y hacer el oso. Estaría en
boca de todos, sería el hazmerreír, la cantimplora del colegio por una semana,
quizás dos, en la que todos depositan sus desperdicios. Eso ni pensarlo. Miro
al conductor al descender de la buseta, algunos pasajeros ni se enteran de
dónde están, ellos van escuchando música, mejor así, vivir desconectado de la
realidad para no saber lo que sucede ni en la ciudad ni en sus vidas, el
conductor que cambia el letrero de su próximo destino. Mejor ser como el
perrito de goma que siempre será de goma y moverá su cabeza diciendo sí sin
sentir nada por nada ni por nadie, sólo un movimiento nunca duda y siempre está
de acuerdo a todo sin importar las explicaciones o los razonamientos.
Paso una de las porterías del colegio. El frente
del colegio exhibe sus ladrillos a la intemperie. El muro que rodea el colegio
es alto y coronado por una alambrada que nos protege de los peligros del
sector. Esta calle está llena de huecos y además, me da risa, tiene un policía
acostado que, como no está señalizado, hace saltar a todos los carros que no
estén atentos a semejante elevación de concreto. El celador me mira de arriba a
bajo como si buscara un indicio para no dejarme seguir. Ni siquiera lo saludo,
ese desgraciado me cae mal, no solamente ayer sino más de una vez no me ha
dejado seguir. Y sin poderse uno quejar por el derecho a la educación. Ayer,
llegué cinco minutos tarde y me dijo que debía esperar al coordinador para que
anotara mi nombre en la lista de retrasados. El celador es bajito, tiene poco
pelo, ojos negros, usa gafas y revólver y es muy malgeniado. Creo que le gusta
intimidarnos con su arma. Y si ve que uno lleva el cabello largo, tiene los
ojos rojos, pupilas dilatadas o está mascando chicle lo esculca a uno el muy
miserable para ver si encuentra alcohol o marihuana. Me da risa. El muy
hijueputa cree que le vamos a dar papaya, no señor. Me escondo la colita de
pelo debajo de la camisa para que don Carlos no se la pille y me acerco al
círculo de mis amigos. Felipe a quien llamamos “flaco”, Andrés el care´pez,
Camilo el “Churro”, Santi el “vago” y Alfredo quien nos gasta a los descansos
por ser el de la plata. Les pregunto por el partido de Millonarios, por las
posibilidades que tenemos de llegar a las finales, “no me joda, esa victoria
sobre chandafé nos costó un arquero, no creo que lleguemos ni a cuartos de
final”, dice el flaco. Bueno, más respetico con Santa fé, nosotros
ganamos la temporada pasada, pilas…nos mofamos de Santi…eeehhh…uuuu…y le
damos un par de calvazos.
Un profesor, “Ocho loco”, el de matemáticas, nos
llama a los gritos para que pasemos a formar. Lo adelantamos y ni lo miramos. “Vístanse
bien ese uniforme, esta es una institución respetable no cualquier colejucho de
garaje”, grita mientras salpican sus babas por todas partes. Hacemos mala
cara, avanzamos al patio central, vemos los imponentes edificios del saber que
esperan, que nos aguardan para conocer mundos nuevos, soñar y formarnos para la
vida. “Oiga, señor Alfredo, arréglese la camisa, no le han enseñado en su
casa a vestirse, y usted, Sergio, ya necesita peluquero, si mañana viene decentemente
llamo a sus padres”, y remata con nuestra poca paciencia “Ocho loco”. Nos
embutimos como podemos dentro del pantalón los bordes de las camisas del
uniforme, abrillantamos los zapatos escolares contra las pantorrillas porque
seguro van a revisar uniforme ahorita, nos arreglamos la corbata, ”marica
hágame el nudo bien hecho”, “coooorran guevones que ya está hablando el
rector….”
Menos mal hoy tenemos salida a un museo del
centro…, pienso. El patio central está rodeado de los edificios donde están lo
salones, y para qué, la señora del aseo, doña Rosita hace bien su trabajo a
pesar de nuestra ingratitud y descaro al arrojar la basura al piso habiendo
caneca. “Haber señores, allá los señoritos de once que charlan como loras,
cállense, no saben que tenemos izada de bandera, pongan ejemplo, haber, qué
pensarán sus compañeros”, y la risa es general, cada profesor se encarga de
su curso, pasan por entre las filas vigilando que cada estudiante esté en su
sitio y bien presentado como lo manda el manual de convivencia, algunos regañan
más de lo necesario, otros decomisan celulares o audífonos, y Andrea, tan bella
esa profe que trata cariñosamente a sus estudiantes de prescolar. Nosotros
babeamos por ella. Le doy un codazo al “flaco” cuando ella pasa frente a
nosotros. “A discreción, atención, firrrrrrr…”, retumba la voz ampliada
por el micrófono del profe “Chucha loca”, el edufísico, su voz y su mirada son
espadas que cortan y alinean, que silencian y ordenan, que subyugan y detectan
a los estudiantes más indisciplinados en el patio central del Colegio San
Lorenzo de Almagro. Suena el himno nacional de la república. Miro a
derecha e izquierda, adelante y atrás: filas y columnas intactas como si
fuésemos un solo pelotón dispuesto a la guerra del saber. Suenan las notas
marciales del himno nacional. Observo a los niños de prescolar. Mi mente ahora
viaja a mi infancia. Ahí estaba de la edad seis años sin entender el mundo
(ahora trato de no entenderlo) cantando el himno nacional con la mano en el pecho
para que el corazón no se me saliera por la boca. Mi patria bella, mi querida
tierra, mi país natal, teñido por los colores de la bandera y símbolo de la
entrega por el progreso y el desarrollo de sus gentes. Bah, pura carreta
romántica. Falta sentarse a ver los noticieros nacionales para darse cuenta del
mito en el que siguen empecinados. En fin, veo que ondea la bandera nacional en
lo alto mientras se hincha de emoción el pecho de los profesores. ¡Cómo te
adoro mi patria querida!
Le pregunto al “flaco” si trajo los Cd´s que le
pedí y si me bajó los programas que necesito para la web que estoy diseñando.
Me dice que sí y me los entrega al tiempo que llevo mis audífonos a mis oídos
para no tener que oír más himnos ni tener que tragarme los discursos sobre cómo
ser buenos estudiantes y para qué sirve estudiar, sobre los problemas de
embarazos prematuros y el uso del condón, y además, toda una perorata sobre la
importancia de madurar para por fin ser hombres con un proyecto definido que le
sirva a la sociedad. ¿Qué significa todo eso?, me lo he preguntado todos estos
años. Igual, yo creo que todo esto es fugaz y que nada es definitivo como la
vida, es como un viaje que terminará algún día.
Ahora, los alumnos se desplazan por cursos a los
salones de clase. Los profesores vigilan para que nadie se salga de la fila al
baño ni para que se haga indisciplina. Siempre he comparado que a veces, no
siempre, estamos como en un campo de concentración nazi y que esperan hacer
cigarrillos y botones con nosotros. Lo vi en una película. Miles y miles de
judíos quemados. Anuncian que el grupo ecológico se desplace al parqueadero
porque el bus está por salir. Mejor irme, salir del colegio, así sea para ver
el museo nacional, no importa, es preferible a tener que aguantarme la cantaleta
de los cuchos. Ya me la sé de memoria y aunque a veces dicen cosas ciertos, hoy
no estoy para sus vaciadas. Yo creo que ellos no soportan estar con nosotros,
no disfrutan la vida, porque la vida es un paseo y hay que aprender a vivirla.
Mire “al´pollo”, por ejemplo, el man era pinta y todo, alto, rubio, ojos verdes
y hasta buena gente pero vaagoooo como él sólo, y vea, está becado y con todo
pago en una prestigiosa universidad gringa. Eso sí que es saber vivir la vida.
Acá las cosas seguirán igual y pues ojalá no se
creyeran tantas mentiras, eso de soñar es bueno, pensar un nuevo país pero qué
va, hay que ser realistas. Pienso a medida que la gente se va subiendo al bus.
Me pongo los audífonos y sigo con mi cuerpo el ritmo de Metálica, ritmo loco y
fuerte que me ayuda a sentir la plenitud del aire contaminado de la ciudad y lo
sucio de la vida. La canción dura poco y ahora surge Nirvana en mi oído como si
naciera de las sombras. No puedo negar todo lo que me han dado mis padres
y la profe Andrea, los consejos, recomendaciones y eso, pero nosotros, esta
generación es diferente, hemos cambiado, los símbolos y las instituciones
actuales ya no nos dicen nada, son obsoletos. ¿Quiénes somos? ¿Qué buscamos?,
esas preguntas deberían resolverla ellos…
****
El bus del colegio me dejaba en la tienda de la
esquina. Me gustaba quedarme ahí, entrar a tomar gaseosa y comer papas fritas,
no porque tuviera hambre sino para ver a Julianita. Era una de mis vecinas y
estaba muy linda. Claro que después, al llegar a casa, era confrontado por mi
padre quien decía que estos jóvenes de hoy día son anoréxicos, que debía
alimentarme, y que en sus tiempos sólo se tomaba sopa. Mi madre, por otra
parte, no decía nada y se iba a llorar en silencio a la cocina. Pero me
importaba deleitarme con el largo cabello liso y castaño de mi amor secreto,
sus tiernos ojos achinados y cafés, su bello rostro, sus rodillas apenas
visibles entre el borde de su falda de pliegues y la terminación de sus medias
largas, y su manera femenina de ser…
Todo comenzó cuando una tarde pasaba frente a la
tienda de la esquina. No estaba muy llena de gente y el papá de la niña recibía
diversa mercancía que dos fortachones bajaban de un camión. Yo iba distraído
hablando no sé de qué cosas con Tomás y hacíamos pases, pintas, amagues, y
fallidas veintiunas mientras nos dirigíamos al parque del barrio para un
“picaito” o encuentro futbolístico con unos pelaos que nos las debían. De
pronto, vi el movimiento de una blanca mano lúbrica con el rabillo del ojo, una
mano pequeña de largas uñas pintadas que me llamaba. Era muy extraña esa
situación porque Julianita, la más deseada y apetecida entre mis compañeros de
curso, quienes se la echaban a suertes y apostaban su primer beso, su deseable
primera caricia, era muy seria respecto a esos temas, y a causa de esa actitud
burlona hacia sus pretendientes habían sembrado dudas sobre sexualidad al
tildarla de lesbiana y zorra.
La reacción de Tomás no se hizo esperar, yo había
“dado papaya” como se dice por acá cuando uno da motivos para que se la monten,
le tomen el pelo, se burlen de uno; le entregué el balón de fútbol a Tomás y me
acerqué a Julianita pensando que mañana sería monumento de burla para mis
compañeros. Ella me miró con la profundidad de sus ojos enrojecidos por el
llanto, me entregó una carta, besó mi mejilla y entró corriendo a refugiarse
dentro de su casa. Tomás se estaba desesperando, me llamaba a gritos, oiga
chino, corra que ya empezó el partido de fútbol, no voy, le fije, tengo una
cosa pendiente en la casa; pero qué le dijo esa lesbi; nada, nada, me acabo de
acordar de un favor que debo hacerle a mi padre…y salí corriendo para mi casa
con semejante tesoro de papel ardiendo entre mis manos.
Entré sin saludar a nadie y de un portazo que hizo
vibrar los ventanales me encerré en mi habitación. Puse la música a todo
volumen para conectarme con mi yo. La carta era nada más y nada menos que un
chantaje. El anónimo era claro: “…o me ayudas a pasar en los exámenes, o
hago público lo nuestro…perra”. Me sorprendí muchísimo, menos mal que
no publicó esto en Facebook, pensé, y recordé aquella película famosa en la que
un periodista poco ético en el manejo de la información se reivindica
moralmente al denunciar al propio director de la cadena de noticias donde
trabajaba por los delitos de extorsión y malversación de fondos. ¿Y por qué no
podría yo denunciarlo en el periódico del colegio?
Por amor un hombre hace hasta lo imposible. Al
igual que aquel periodista de la película yo quería también poner en evidencia
al delincuente denunciándolo públicamente en el periódico escolar. Decidí
portar en alguno de mis bolsillos una pequeña libreta y un bolígrafo para
anotar los detalles de la investigación. Necesitaba, como en las películas
policiacas, atar todos los cabos sueltos para capturar al secuaz y poder,
finalmente redactar la noticia. Tenía, al menos dos datos para empezar la
pesquisa. Primero, mi linda Julianita sabía quién era y además conocía el
secreto por el cual estaba siendo extorsionada; segundo, la letra me podría
llevar al culpable, a sus móviles y a su plan macabro. Y aunque Juliana nunca
me reveló el secreto, pude caracterizar al culpable antes que me revelara el
nombre.
Encontré en internet varios links que revelaban las
personalidades de las personas según su tipo de letra. Me fijé en la escritura
de la carta. Algunas palabras no reposaban sus cuerpos sobre los renglones.
Ciertas letras como la “l” y la “t” estaban levemente inclinadas hacia atrás, y
otras como las vocales no estaba del todo trazada su circularidad en el
espacio. Tal vez el afán o la fatiga lo habían llevado a no terminar
completamente ciertas letras y la ausencia de signos de puntuación hacía pensar
que no le importaba la presentación estética de sus trabajos. Pero su texto,
aunque corto y amenazante, reunía todas las condiciones específicas: había
empezado en azul y terminado en verde, no pocos trazos eran inseguros, en
algunos renglones había tachones y el término “zorra” estaba encerrado en un
círculo de tinta roja. Un asesinato, pensé, luego sonreí por empelicularme
demasiado.
Al día siguiente, formación en el patio, cantar los
himnos, con todos… a discreción… atención, firrrr….; ese día no asistió mi
angelito. Y aunque todos los compañeros de curso eran sospechosos, el perfil de
la personalidad del susodicho descartaba a varios. Inevitablemente mi obsesión
por la forma de escribir de mis compañeros me hacía fijarme en sus cuadernos y
en cualquier detalle que me revelase lo más privado de su personalidad. Y todo
lo anotaba en mi libreta. Me daba cuenta que algunos profesores era déspotas y
les agradaba humillar a sus alumnos como mecanismo de defensa y de dominio. Y
que había estudiantes de todo tipo. Pero sólo me fui fijando en los inseguros
que le pegaban a los más pequeños, a quienes peleaban para llamar la atención,
y a quienes tenían más de cuatro novias en el colegio sin que ellas lo
supieran. Descarté a los vagos y a los perezosos porque no asistían a clase y
tampoco tenían cuadernos.
Al salir del colegio, no llegué directamente a casa
sino que, al bajarme del bus, entré a la tienda y pregunté a Julianita.
-Tienes que
decirme quién es el responsa…
- Lo
encontrarás mañana en la cancha de básquet pegándole a Tomás… eso me dijo…
Y me abrazó
fuertemente como si fuera a partir para la guerra.
Al igual que el periodista de aquella película pude, al fin de cuentas,
develar la verdad. La evidencia que había reunido me sirvió para redactar una
noticia sobre las víctimas a manos de aquel matón de poca monta. Y, claro, nunca
me la publicaron en el periódico del colegio (no obstante, vuelvo a decir, no
obstante las evidencias reunidas tales como el análisis de su escritura, el
testimonio de Julianita y no otras tantas víctimas, las fotografías de la
escena, etc.), no lo publicaron porque creían que era un irrespeto al
estudiante, que había otras maneras…aun así, tengo el recuerdo de un ojo morado
y la nariz reventada por amor a Julianita. Sí, suena masoquista pero ahí nació
lo que soy. Y ahora, acá, cincuenta años después, donde poco importan los reconocimientos
por mi labor docente o mi trabajo periodístico, aislado en esta oscura
habitación de no sé dónde, a la espera de que mis captores me traigan la última
ración de pan rancio y agua sal del día, pienso en la posibilidad de huir para
decir la verdad aunque me cueste la vida… nunca me doblegué a la usura ni al
político de turno, jamás sucumbí al dinero fácil y muchas veces preferí
aguantar hambre antes que inclinarme… y menos ahora, ahora que estoy preso a
causa de mis ideas…