Palabras pronunciadas el 15 de mayo de 2017 para los profesores de La Salle de Zipaquirá.
Recuerdo caminar como un estudiante más por estos
corredores que ahora pueblan mis fantasmas. El colegio era casi el mismo que yo
conozco ahora como coordinador comportamental. Como coordinador de disciplina.
O, en palabras de otros, como coordinador de desarrollo humano. Entonces, no me
preocupaba si los estudiantes alineaban adecuadamente en el patio los días
lunes o en cualquiera de las celebraciones comunitarias (izadas de banderas,
misas, etc), ni estaba atento al cabello largo de los otros, al piercing de mi amigo,
ni tampoco revisaba si traíamos peine o pañuelo o si se asistía a clase con el
pantalón de la sudadera entubado, ni me enojaba si alguien entraba a clase o
no, menos aún si las jóvenes estudiantes llevaban el cabello recogido, las uñas
pintadas o si el borde de su falda caía justo a la mitad de su rodilla, porque,
sencillamente, la institución no era mixta.
Yo, un estudiante promedio, uno del montón, uno más con
dificultades académicas (siempre habilitaba inglés y matemáticas), distraído e
inseguro al preferir eludir las preguntas del profesor, altamente responsable
al nunca haber faltado a clase o jamás fallar en tareas, apasionado futbolista
de barrio, más bien enamoradizo, adolescente soñador y quizás temeroso de un futuro incierto, qué
iba a saber que años después sería Hermano de La Salle. Imposible haber
adivinado que esos primeros poemas llenos de errores ortográficos de la clase
de español en noveno –poemas realizados desde mi corazón en duelo por la muerte
de Fernando Quiroz en una tragedia automovilística en la vía La Caro, antes del
Puente del Común, compañero de clases y de fútbol al descanso- trazarían el
sendero de mi proyecto de vida como escritor, y, menos, suponer que las
exhortaciones en torno al evangelio según San Mateo del Hermano Francisco Nieto
Sánchez, rector y profesor de Química, quizás alentarían mi vuelo para saltar
al abismo de lo absurdo.
Obviamente, también yo, no sé si como los de mi
generación, viví a mi manera mi rebeldía sin causa en los noventas, en la era
de la máquina de escribir, en la década que aún celebraba las proezas del
escarabajo de los ochentas Lucho Herrera, en los años del casete y de la gota
fría, rayando el sol, vive la vida loca y la chispa adecuada, aún con el olor
reciente en la nariz de la caída del muro de Berlín, sin que me importara
demasiado la elección de Nelson Mandela como presidente de Sudáfrica ni que
Kurt Cobain se hubiese suicidado, no obstante mis intentos fallidos por hacerle
copia a la profesora Sara de Rey o a Martha de Karkómez o a Daniel Hernández,
mi rebeldía ya era silenciosa y significativa, no me proponía ser el mejor
académicamente ni el más elogiado ni el más "goleador" ni el más mujeriego: quería,
sencillamente, sentir el aire, reír, disfrutar jugando fútbol o diseñando
cometas de papel para hacerlas volar en el azul y, luego, en casa, sin el
bullicio de la fiesta del día, escribía y escribía y escribía mis sueños en un
cuaderno que sólo mi madre llegó a conocer.
Sabrán que fue hace bastante de esto que
cuento, pero, ahora que ya no soy muchacho, que los años y los libros y la
escritura y la vida religiosa han moldeado mi existencia, regreso a esa época
de incertidumbres y alegrías, a mis años juveniles en los que vivía mi madre y
mis hermanos eran más pequeños y mi padre caminaba menos encorvado, y agradezco
a mis maestros su exigencia, su entrega, sus regaños a tiempo, sus lecciones
sobre esta vida y la otra, la de más allá, incluso agradezco los debates de si
el rock era o no satánico y aquello de que no a ir misa era condenatorio,
agradezco la disciplina del peine y el pañuelo, el llegar a tiempo, el ser
decente, el vestir elegante, el usar cabello corto, la buena ortografía, el
orden en cuadernos, hacer tareas, llegar a tiempo a todo, respetar los himnos y
los símbolos patrios, el orden en la vida personal…
Qué voy yo a saber si más adelante, en unos
años, seré yo un fantasma que habite estos zaguanes, estos salones vulnerables
repletos de estudiantes, estos patios memorables que la lluvia lava siempre para
preparar el ingreso a clase de estudiantes alegres y entusiastas por vivir su
propia rebeldía, de maestros osados y experimentados que hablan de la vida y
sueñan con una educación liberadora e incluyente, de Hermanos de la Salle que
dejan huella en los corazones de la gente. Entonces, seguro, si se me permite
esa dicha, esa gracia, esa rebeldía, seré feliz al vivir eternamente en el
lugar donde nacieron mis primeros sueños y, por primera vez, cayó a mi alma como
un grito la semilla de la libertad y la esperanza.