martes, 24 de enero de 2017

Historias de Colegio (Crónicas imaginarias)





Son las  6:45 am y debo apresurarme si no quiero llegar tarde. La buseta va atestada de gente, apenas y puede uno aprovechar el poco aire que circula. Mejor me voy bajando por en medio, “disculpe, disculpe,”, digo en voz alta, aish, esta vieja hijueputa no se quita de ahí, pienso para mí mismo mientras forcejeo tratando de llegar a la puerta de salida. No sé cómo puede esta gente vivir en una ciudad así, desplazarse de este modo tan inhumano sin chistar nada, sin quejarse, pero a quién o con quien o para qué, igual nada va a cambiar, todo va a seguir igual. Es cierto, soy un poco pesimista, a diferencia de mi abuelo quien ve progreso en una ciudad que no era nada hace tan sólo cincuenta años, llena de lodo por todas partes, sin el transporte público de ahora y los grandes planes de desarrollo que sueñan los mandatarios para seguir transformando la ciudad.
“Por acá, señor, déjeme por acá”, vocifero por encima de las cabezas de quienes van sentados. Mi voz fluye por entre los apretujones del nudo humano que trato de desenrollar para salir de este infierno. Me acomodo mi morral y aseguro mis audífonos. Recuerdo los consejos de mi papá: no hay que dar papaya, el que se duerme se lo lleva la corriente. Miro hacia adelante mientras voy liberándome cuerpo a cuerpo del tumulto que se arremolina dentro de la buseta olorosa a sudor envejecido, a aceite quemado y a comida trasnochada. Se detiene casi de inmediato y es como una onda que traspasa a todos, tiemblan todos los cuerpos que tratan de asirse a su centro de gravedad, y para no rodar por el suelo se agarran de lo primero que encuentran. Debo sostenerme fuerte y saber poner mis pies en el cemento para evitar caer delante de todos y hacer el oso. Estaría en boca de todos, sería el hazmerreír, la cantimplora del colegio por una semana, quizás dos, en la que todos depositan sus desperdicios. Eso ni pensarlo. Miro al conductor al descender de la buseta, algunos pasajeros ni se enteran de dónde están, ellos van escuchando música, mejor así, vivir desconectado de la realidad para no saber lo que sucede ni en la ciudad ni en sus vidas, el conductor que cambia el letrero de su próximo destino. Mejor ser como el perrito de goma que siempre será de goma y moverá su cabeza diciendo sí sin sentir nada por nada ni por nadie, sólo un movimiento nunca duda y siempre está de acuerdo a todo sin importar las explicaciones o los razonamientos.
Paso una de las porterías del colegio. El frente del colegio exhibe sus ladrillos a la intemperie. El muro que rodea el colegio es alto y coronado por una alambrada que nos protege de los peligros del sector. Esta calle está llena de huecos y además, me da risa, tiene un policía acostado que, como no está señalizado, hace saltar a todos los carros que no estén atentos a semejante elevación de concreto. El celador me mira de arriba a bajo como si buscara un indicio para no dejarme seguir. Ni siquiera lo saludo, ese desgraciado me cae mal, no solamente ayer sino más de una vez no me ha dejado seguir. Y sin poderse uno quejar por el derecho a la educación. Ayer, llegué cinco minutos tarde y me dijo que debía esperar al coordinador para que anotara mi nombre en la lista de retrasados. El celador es bajito, tiene poco pelo, ojos negros, usa gafas y revólver y es muy malgeniado. Creo que le gusta intimidarnos con su arma. Y si ve que uno lleva el cabello largo, tiene los ojos rojos, pupilas dilatadas o está mascando chicle lo esculca a uno el muy miserable para ver si encuentra alcohol o marihuana. Me da risa. El muy hijueputa cree que le vamos a dar papaya, no señor. Me escondo la colita de pelo debajo de la camisa para que don Carlos no se la pille y me acerco al círculo de mis amigos. Felipe a quien llamamos “flaco”, Andrés el care´pez, Camilo el “Churro”, Santi el “vago” y Alfredo quien nos gasta a los descansos por ser el de la plata. Les pregunto por el partido de Millonarios, por las posibilidades que tenemos de llegar a las finales, “no me joda, esa victoria sobre chandafé nos costó un arquero, no creo que lleguemos ni a cuartos de final”, dice el flaco. Bueno, más respetico con Santa fé, nosotros ganamos la temporada pasada, pilas…nos mofamos de Santi…eeehhh…uuuu…y le damos un par de calvazos.
Un profesor, “Ocho loco”, el de matemáticas, nos llama a los gritos para que pasemos a formar. Lo adelantamos y ni lo miramos. “Vístanse bien ese uniforme, esta es una institución respetable no cualquier colejucho de garaje”, grita mientras salpican sus babas por todas partes. Hacemos mala cara, avanzamos al patio central, vemos los imponentes edificios del saber que esperan, que nos aguardan para conocer mundos nuevos, soñar y formarnos para la vida. “Oiga, señor Alfredo, arréglese la camisa, no le han enseñado en su casa a vestirse, y usted, Sergio, ya necesita peluquero, si mañana viene decentemente llamo a sus padres”, y remata con nuestra poca paciencia “Ocho loco”. Nos embutimos  como podemos dentro del pantalón los bordes de las camisas del uniforme, abrillantamos los zapatos escolares contra las pantorrillas porque seguro van a revisar uniforme ahorita, nos arreglamos la corbata, ”marica hágame el nudo bien hecho”, “coooorran guevones que ya está hablando el rector….”              
Menos mal hoy tenemos salida a un museo del centro…, pienso. El patio central está rodeado de los edificios donde están lo salones, y para qué, la señora del aseo, doña Rosita hace bien su trabajo a pesar de nuestra ingratitud y descaro al arrojar la basura al piso habiendo caneca. “Haber señores, allá los señoritos de once que charlan como loras, cállense, no saben que tenemos izada de bandera, pongan ejemplo, haber, qué pensarán sus compañeros”, y la risa es general, cada profesor se encarga de su curso, pasan por entre las filas vigilando que cada estudiante esté en su sitio y bien presentado como lo manda el manual de convivencia, algunos regañan más de lo necesario, otros decomisan celulares o audífonos, y Andrea, tan bella esa profe que trata cariñosamente a sus estudiantes de prescolar. Nosotros babeamos por ella. Le doy un codazo al “flaco” cuando ella pasa frente a nosotros. “A discreción, atención, firrrrrrr…”, retumba la voz ampliada por el micrófono del profe “Chucha loca”, el edufísico, su voz y su mirada son espadas que cortan y alinean, que silencian y ordenan, que subyugan y detectan a los estudiantes más indisciplinados en el patio central del Colegio San  Lorenzo de Almagro. Suena el himno nacional de la república. Miro a derecha e izquierda, adelante y atrás: filas y columnas intactas como si fuésemos un solo pelotón dispuesto a la guerra del saber. Suenan las notas marciales del himno nacional. Observo a los niños de prescolar. Mi mente ahora viaja a mi infancia. Ahí estaba de la edad seis años sin entender el mundo (ahora trato de no entenderlo) cantando el himno nacional con la mano en el pecho para que el corazón no se me saliera por la boca. Mi patria bella, mi querida tierra, mi país natal, teñido por los colores de la bandera y símbolo de la entrega por el progreso y el desarrollo de sus gentes. Bah, pura carreta romántica. Falta sentarse a ver los noticieros nacionales para darse cuenta del mito en el que siguen empecinados. En fin, veo que ondea la bandera nacional en lo alto mientras se hincha de emoción el pecho de los profesores. ¡Cómo te adoro mi patria querida!
Le pregunto al “flaco” si trajo los Cd´s que le pedí y si me bajó los programas que necesito para la web que estoy diseñando. Me dice que sí y me los entrega al tiempo que llevo mis audífonos a mis oídos para no tener que oír más himnos ni tener que tragarme los discursos sobre cómo ser buenos estudiantes y para qué sirve estudiar, sobre los problemas de embarazos prematuros y el uso del condón, y además, toda una perorata sobre la importancia de madurar para por fin ser hombres con un proyecto definido que le sirva a la sociedad. ¿Qué significa todo eso?, me lo he preguntado todos estos años. Igual, yo creo que todo esto es fugaz y que nada es definitivo como la vida, es como un viaje que terminará algún día.
Ahora, los alumnos se desplazan por cursos a los salones de clase. Los profesores vigilan para que nadie se salga de la fila al baño ni para que se haga indisciplina. Siempre he comparado que a veces, no siempre, estamos como en un campo de concentración nazi y que esperan hacer cigarrillos y botones con nosotros. Lo vi en una película. Miles y miles de judíos quemados. Anuncian que el grupo ecológico se desplace al parqueadero porque el bus está por salir. Mejor irme, salir del colegio, así sea para ver el museo nacional, no importa, es preferible a tener que aguantarme la cantaleta de los cuchos. Ya me la sé de memoria y aunque a veces dicen cosas ciertos, hoy no estoy para sus vaciadas. Yo creo que ellos no soportan estar con nosotros, no disfrutan la vida, porque la vida es un paseo y hay que aprender a vivirla. Mire “al´pollo”, por ejemplo, el man era pinta y todo, alto, rubio, ojos verdes y hasta buena gente pero vaagoooo como él sólo, y vea, está becado y con todo pago en una prestigiosa universidad gringa. Eso sí que es saber vivir la vida.  
Acá las cosas seguirán igual y pues ojalá no se creyeran tantas mentiras, eso de soñar es bueno, pensar un nuevo país pero qué va, hay que ser realistas. Pienso a medida que la gente se va subiendo al bus. Me pongo los audífonos y sigo con mi cuerpo el ritmo de Metálica, ritmo loco y fuerte que me ayuda a sentir la plenitud del aire contaminado de la ciudad y lo sucio de la vida. La canción dura poco y ahora surge Nirvana en mi oído como si naciera de las sombras.  No puedo negar todo lo que me han dado mis padres y la profe Andrea, los consejos, recomendaciones y eso, pero nosotros, esta generación es diferente, hemos cambiado, los símbolos y las instituciones actuales ya no nos dicen nada, son obsoletos. ¿Quiénes somos? ¿Qué buscamos?, esas preguntas deberían resolverla ellos…       

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El bus del colegio me dejaba en la tienda de la esquina. Me gustaba quedarme ahí, entrar a tomar gaseosa y comer papas fritas, no porque tuviera hambre sino para ver a Julianita. Era una de mis vecinas y estaba muy linda. Claro que después, al llegar a casa, era confrontado por mi padre quien decía que estos jóvenes de hoy día son anoréxicos, que debía alimentarme, y que en sus tiempos sólo se tomaba sopa. Mi madre, por otra parte, no decía nada y se iba a llorar en silencio a la cocina. Pero me importaba deleitarme con el largo cabello liso y castaño de mi amor secreto, sus tiernos ojos achinados y cafés, su bello rostro, sus rodillas apenas visibles entre el borde de su falda de pliegues y la terminación de sus medias largas, y su manera femenina de ser…
Todo comenzó cuando una tarde pasaba frente a la tienda de la esquina. No estaba muy llena de gente y el papá de la niña recibía diversa mercancía que dos fortachones bajaban de un camión. Yo iba distraído hablando no sé de qué cosas con Tomás y hacíamos pases, pintas, amagues, y fallidas veintiunas mientras nos dirigíamos al parque del barrio para un “picaito” o encuentro futbolístico con unos pelaos que nos las debían. De pronto, vi el movimiento de una blanca mano lúbrica con el rabillo del ojo, una mano pequeña de largas uñas pintadas que me llamaba. Era muy extraña esa situación porque Julianita, la más deseada y apetecida entre mis compañeros de curso, quienes se la echaban a suertes  y apostaban su primer beso, su deseable primera caricia, era muy seria respecto a esos temas, y a causa de esa actitud burlona hacia sus pretendientes habían sembrado dudas sobre sexualidad al tildarla de lesbiana y zorra.
La reacción de Tomás no se hizo esperar, yo había “dado papaya” como se dice por acá cuando uno da motivos para que se la monten, le tomen el pelo, se burlen de uno; le entregué el balón de fútbol a Tomás y me acerqué a Julianita pensando que mañana sería monumento de burla para mis compañeros. Ella me miró con la profundidad de sus ojos enrojecidos por el llanto, me entregó una carta, besó mi mejilla y entró corriendo a refugiarse dentro de su casa. Tomás se estaba desesperando, me llamaba a gritos, oiga chino, corra que ya empezó el partido de fútbol, no voy, le fije, tengo una cosa pendiente en la casa; pero qué le dijo esa lesbi; nada, nada, me acabo de acordar de un favor que debo hacerle a mi padre…y salí corriendo para mi casa con semejante tesoro de papel ardiendo entre mis manos.
Entré sin saludar a nadie y de un portazo que hizo vibrar los ventanales me encerré en mi habitación. Puse la música a todo volumen para conectarme con mi yo. La carta era nada más y nada menos que un chantaje. El anónimo era claro: “…o me ayudas a pasar en los exámenes, o hago público lo nuestro…perra”.  Me sorprendí muchísimo, menos mal que no publicó esto en Facebook, pensé, y recordé aquella película famosa en la que un periodista poco ético en el manejo de la información se reivindica moralmente al denunciar al propio director de la cadena de noticias donde trabajaba por los delitos de extorsión y malversación de fondos. ¿Y por qué no podría yo denunciarlo en el periódico del colegio?
Por amor un hombre hace hasta lo imposible. Al igual que aquel periodista de la película yo quería también poner en evidencia al delincuente denunciándolo públicamente en el periódico escolar. Decidí portar en alguno de mis bolsillos una pequeña libreta y un bolígrafo para anotar los detalles de la investigación. Necesitaba, como en las películas policiacas, atar todos los cabos sueltos para capturar al secuaz y poder, finalmente redactar la noticia. Tenía, al menos dos datos para empezar la pesquisa. Primero, mi linda Julianita sabía quién era y además conocía el secreto por el cual estaba siendo extorsionada; segundo, la letra me podría llevar al culpable, a sus móviles y a su plan macabro. Y aunque Juliana nunca me reveló el secreto, pude caracterizar al culpable antes que me revelara el nombre.
Encontré en internet varios links que revelaban las personalidades de las personas según su tipo de letra. Me fijé en la escritura de la carta. Algunas palabras no reposaban sus cuerpos sobre los renglones. Ciertas letras como la “l” y la “t” estaban levemente inclinadas hacia atrás, y otras como las vocales no estaba del todo trazada su circularidad en el espacio. Tal vez el afán o la fatiga lo habían llevado a no terminar completamente ciertas letras y la ausencia de signos de puntuación hacía pensar que no le importaba la presentación estética de sus trabajos. Pero su texto, aunque corto y amenazante, reunía todas las condiciones específicas: había empezado en azul y terminado en verde, no pocos trazos eran inseguros, en algunos renglones había tachones y el término “zorra” estaba encerrado en un círculo de tinta roja. Un asesinato, pensé, luego sonreí por empelicularme demasiado.
Al día siguiente, formación en el patio, cantar los himnos, con todos… a discreción… atención, firrrr….; ese día no asistió mi angelito. Y aunque todos los compañeros de curso eran sospechosos, el perfil de la personalidad del susodicho descartaba a varios. Inevitablemente mi obsesión por la forma de escribir de mis compañeros me hacía fijarme en sus cuadernos y en cualquier detalle que me revelase lo más privado de su personalidad. Y todo lo anotaba en mi libreta. Me daba cuenta que algunos profesores era déspotas y les agradaba humillar a sus alumnos como mecanismo de defensa y de dominio. Y que había estudiantes de todo tipo. Pero sólo me fui fijando en los inseguros que le pegaban a los más pequeños, a quienes peleaban para llamar la atención, y a quienes tenían más de cuatro novias en el colegio sin que ellas lo supieran. Descarté a los vagos y a los perezosos porque no asistían a clase y tampoco tenían cuadernos.
Al salir del colegio, no llegué directamente a casa sino que, al bajarme del bus, entré a la tienda y pregunté a Julianita.
-Tienes que decirme quién es el responsa…
- Lo encontrarás mañana en la cancha de básquet pegándole a Tomás… eso me dijo…

Y me abrazó fuertemente como si fuera a partir para la guerra.

Al igual que el periodista de aquella película pude, al fin de cuentas, develar la verdad. La evidencia que había reunido me sirvió para redactar una noticia sobre las víctimas a manos de aquel matón de poca monta. Y, claro, nunca me la publicaron en el periódico del colegio (no obstante, vuelvo a decir, no obstante las evidencias reunidas tales como el análisis de su escritura, el testimonio de Julianita y no otras tantas víctimas, las fotografías de la escena, etc.), no lo publicaron porque creían que era un irrespeto al estudiante, que había otras maneras…aun así, tengo el recuerdo de un ojo morado y la nariz reventada por amor a Julianita. Sí, suena masoquista pero ahí nació lo que soy. Y ahora, acá, cincuenta años después, donde poco importan los reconocimientos por mi labor docente o mi trabajo periodístico, aislado en esta oscura habitación de no sé dónde, a la espera de que mis captores me traigan la última ración de pan rancio y agua sal del día, pienso en la posibilidad de huir para decir la verdad aunque me cueste la vida… nunca me doblegué a la usura ni al político de turno, jamás sucumbí al dinero fácil y muchas veces preferí aguantar hambre antes que inclinarme… y menos ahora, ahora que estoy preso a causa de mis ideas…



viernes, 9 de diciembre de 2016

Correr es escribir



Correr es escribir. Y cada paso es una palabra al aire que la ruta va grabando en el pavimento o en el sendero lleno de barro. Bajo el sol se escribe mejor mientras se trota, y bajo la lluvia las palabras parecen diluirse en la tinta del camino. Corremos y nos desestresamos, corremos y nuestros músculos se tensan como las palabras, cada bache del camino es un guion en el espacio de la hoja en blanco que se va poblando de símbolos como de corredores.  Correr es avanzar, y aunque duelan las piernas, las rodillas no funcionen, el estómago agudice su dolor bajo, se haya agotado el agua para refrescar el paladar o la lengua que se pega como una lija entre los dientes, siempre habrá la posibilidad de llegar, y como en la escritura, no importa si se llega primero, sino si se disfruta el viaje.
Frente a la hoja en blanco como en el sendero, hay posibilidad de inmovilidad. Sin embargo, sentimientos aparentemente opuestos equilibran la balanza de las ansias: miedo, amor o tedio puede impulsarnos a rayar el papel, a esgrimir palabras porque sí, a trotar por recreación, por pasar el tiempo, para mantener la barriga al día, para disfrutar del paisaje o de los amigos –pues nunca se va solo en un viaje como estos-, o para sobrevivir a la rutina. Por eso escribimos, por eso trotamos. Y es que tampoco escribes solo. Todos los demonios te acompañan, todos los dioses te siguen. El pasado es tu presente, el futuro una posible trama literaria por contar.
Te caes, tus amigos te levantan, te ayudan, te sostienen, vas escribiendo y no importan los tachones ni los olvidos, todo es devorado por el fuego del olvido, vas abriendo tu propio sendero a través de las palabras, a través de la naturaleza que nace bajo tus pisadas de trail runner, no vas primero, es mejor ser último como si estuvieras escribiendo la novela de tu vida a cada paso, a cada zancada, los ángeles demonios inflaman tu pecho y expanden su fuego por tu sangre hasta que la escritura parece respiración, gemido, tu propio aliento, como si corrieras contra ti mismo porque no tienes tiempo de hacerlo en una segunda vida, porque es ahora, en medio de tachones y de la lluvia, podemos llegar a la meta, es decir, palabra tras palabra, paso a paso, irnos olvidando entre muchos otros corredores que nos ayudan a concluir el viaje, entre amigos imaginarios que obligan a seguir escribiendo.       
En todo caso, escribir y trotar nos impulsan a la marcha, a abandonar toda inmovilidad, a ser creativos, nos oxigena, nos alimenta de suspiros las venas, dejamos atrás nuestras oficinas y seguridades cotidianas por el riesgo del viaje porque ambas opciones de vida –escribir y trotar- son tareas arriesgadas. En ambas morimos un poco, en ambas nos acercamos a nuestro destino, en ambas sabemos de qué material estamos hechos y hacia dónde no queremos ir. Es por eso que no esperamos el tren sino que vamos en búsqueda de él, quizás no para subirnos a uno de sus vagones sino para rebasarlo.

Yo, ahora, ya veo mi tren venir en el siguiente renglón y aún no termina mi marcha, es un tren largo y gris que se confunde con la lluvia. Y continúo trotando y tachando y rompiendo páginas, sin que se acabe la página. 

Trail Running




Mi primer trail running, sin temor a equivocarme, y sin ánimo de burla, fue cuando era bebé.

El abuelo había construido una cuna alta y azul, con rodachines para desplazarse desde su dormitorio hasta la cocina para no tener que cargar al niño porque le costaba caminar. Recuerdo, vagamente, que quizás en un descuido de esos, cuando mis piernas endebles y arqueadas empezaron a fortalecerse, comencé a trepar por el muro de tablas sacadas no sé de dónde, escalar un muro para mí infranqueable, y a hacer largas gateadas por la casa. El abuelo era feliz al ver aquel pequeñajo rechoncho tiznado de hollín recorrer todos los rincones donde su voz llegaba.

Hoy celebro con una fiesta de confeti y bananas el día que logré estar de pie. Ya no iba a seguir viviendo la tiranía de arrastrarme por el piso. Mi recompensa, después de todo, era subirme en las piernas del abuelo, abrazarlo, acariciar su barba, ahogarme bajo el océano de sus ojos azules.


Ahora, años después, ahora que voy trotando por la orilla de esta carretera paralela al tren de la sabana, pienso que subir las escaleras al solar de árboles frutales de la casa cuando era niño o encaramarme al techo de la casa para alcanzar el codiciado premio de comer duraznos en las tardes de Cogua (Cundinamarca) fueron parte del entrenamiento de la vida. Porque la vida es un trail running que exige esfuerzo, a lo mejor disciplina, para disfrutar del mejor modo el viaje. Y aunque no haya camino ni señales por dónde ir, siempre, encontraremos camaradas que nos acompañarán, nos animarán, nos alentarán a seguir adelante con nuestra propia marca. El trail runner sabe que no hay meta –de pronto la muerte-, y que la victoria es la amistad, el aire puro de la punta de las montañas, abrazar árboles, santificarse con el agua mítica de los ríos, purificarse con el viento antiguo que silba músicas antediluvianas.

Soy inexperto, un aprendiz del trail running, y aunque mi experiencia se reduce al Choachí Trail, 10 K, organizado por mi hermano Elias Buitrago, siento la fraternidad de los compañeros de camino que han asumido el trail running como un estilo de vida, más allá de ser un hobbie, un snob romántico o una moda hipster de amor a la ecología y a los animales en vía de extinción. Yo voy, por ahora en el asfalto tratando de manejar la respiración, sin mucha técnica, pero reservando fuerzas para el viaje de regreso, con una leve punzada en la pierna izquierda, y alegre por las crónicas de los verdaderos trail running, maestros de la vida.     

    

jueves, 8 de diciembre de 2016

Entrevista para CLAROSCURO

¿Dónde encuentras la poesía?
La rutina que impone el día a día me obliga a eludir el cansancio y la monotonía cotidiana por medio de la poesía. Así pues, la poesía surte en mi vida el efecto no de alucinógeno ni de analgésico sino de vehículo portador de significados para esos instantes que pueden ser inmortales en las palabras, palabras que aletean en la orilla de la página o que son una ola sin aliento que muere en la arena del pensamiento, palabras que de pronto nos vuelven cósmicos por un momento.
También encuentro la poesía en mi pasado, en esos momentos felices –y no tanto- de mi infancia que nutren los nervios y las hojas de los poemas. Es obvio, tampoco lo puedo olvidar, para ser menos metafórico, más periodístico, que alimento mis textos de lo que leo a diario –incluso los trabajos con faltas de ortografía de los estudiantes-, novelas, libros de poemas encontradizos, y hasta de lo que se publica en las redes sociales –porque allí no todo es basura, como lo pintan-.
En realidad, todo sirve de pretexto para hallar poesía, pero además es la poesía la que nos encuentra, la que sale a nuestro paso y nos besa en el camino y nos derriba al primer abrazo sin que nosotros siquiera nos demos cuenta.  

¿Qué hace de un poema un buen poema?
Creo mucho en que la experiencia poética de cada quien es personal e intransferible, como la fe. Si esto es cierto, entonces no había medida alguna, ni siquiera aportada por la crítica literaria ni por los rigurosos cánones literarios para “medir” un poema y determinar de este modo si es bueno o malo. Así las cosas, creo que el lector, incluso quien que no se sienta tan avezado en estas lides poéticas, puede sentir si el poema le llegó o no al corazón, y quizá sea esa su balanza. ¿Cómo equilibrar todos los elementos de la materia del poema para llegar también al corazón de los necios, es decir de la crítica? Es difícil, sobre todo, considerando que los poetas no pueden –no deberían- escribir para complacer a las editoriales o ganar aplausos de públicos preseleccionados por el marketing.
Últimamente, esa tarea de definir la temperatura de un poema se la he dejado al lector. Me gusta oír a la gente sencilla, a los compañeros de camino, ellos son mis verdaderos críticos, ellos me dicen si el poema es bueno o no. Por mi parte, yo como lector gozo degustando todas las poéticas, y mi estado anímico también me identifica con palabras, versos o poemas donde veo mi reflejo en el fondo de sus estanques o escucho mi nombre entre sus sílabas. Sinceramente, no sé qué hace de un poema un buen poema, pero sí sé llorar, reír, jugar, saltar soga, gritar, dibujar y soñar, y eso trato de hacer en un poema, eso busco en un poema, es decir, regresar a mi infancia.        

 ¿Cuáles han sido tus influencias poéticas?
Empecé asistiendo a recitales de poesía en diferentes lugares de Bogotá. Yo creo que fue oyendo el poema El Cuerpo de ella del poeta Nadaísta Jota Mario Arbeláez que quedé maravillado con la fuerza de la palabra y sus posibilidades infinitas. Ya antes, años atrás, había memorizado casi en su totalidad ese famoso nocturno de José Asunción Silva, sí, el del billete de cinco mil pesos, y aunque no sabía mucho de nuestro valioso e injustamente olvidado bardo Bogotano –o poco reconocido por su valía, su valentía y coraje ante la vida-, me deleitaba con esa música dolorosa “llena de perfumes, de susurros y de música de alas”.
Creo que sin darme cuenta, y en poco tiempo, muchos poetas y poemas me habitaron hasta embriagarme totalmente de poesía. No tuve orden ni medida en el consumo diario de poemas y sentía que me quemaban dentro. Es por eso que agradezco haber estado en los colectivos poéticos de la Fundación Siembra (Sogamoso, Boyacá), Zaguán de Poesía (Cúcuta, Norte de Santander) y Los impresentables (Bogotá) porque pude desintoxicarme y creer en la posibilidad de que tenía una voz particular, un tono a gusto para mí para expresarme.
Ahora bien, es imposible olvidar los talleres de poesía de Piedad Bonnett quien, pacientemente, dirigía nuestros sueños para que nos estrelláramos contra la realidad al dejarnos pilotear nuestra propia nave fantástica. 
Y, sin embargo, ¿cómo -en pocas líneas- compartir las alucinaciones provocadas por los poemas que he leído y por los que no he leído?

¿Para qué la poesía?
La poesía sirve para sobrevivir. No puede ser que sólo se exhiba desde el balcón crepuscular para que todos vean sus carnes, sino que es la militante que subvierte el orden y pervierte lo establecido. O a lo mejor no. Sólo la poesía existe para gozar y aprovechar el tiempo insanamente.   

¿Qué poetas o qué lecturas recomiendas?
Es una pregunta difícil pero creo que el corazón del lector debe guiarlo hacia las lecturas que requiere su alma en ese momento. Los libros nos buscan, nos necesitan, nos encuentran. Sólo basta abrir las ventanas del cuerpo y creer en las palabras. Pueda que a lo mejor hallemos algún poeta inglés del siglo XVI que nos entusiasme, que leamos esa novela aburrida en el colegio pero que hoy cobra sentido, o que penetremos en las páginas de mamotretos mamertísimos que ahora nos divierten. Es urgente darle oportunidad al azar para que los libros de todos los siglos y de todos los autores vengan a nosotros y nos inciten a gozar la vida. Claro que también podríamos oír música, bailar, orar, ir a misa, o quizás hacer el amor.

¿La poesía en silencio o la poesía en voz alta?

La poesía busca ambos caminos -el silencio y también la voz alta- y por eso es imposible detener su caudal sonoro solamente con cerrar un libro, apagar la luz, quemar una biblioteca o asesinar a los poetas. La poesía se oye en los salmos que se meditan en silencio en la capilla de un convento o mientras se espera el bus a la hora pico, la poesía se grita en los reclamos de las huelgas, en las represiones de la policía, y en los libros que aguardan empolvados en el anaquel más olvidado de alguna biblioteca invisible.

Y si bien es cierto que la poesía nos busca, nos llama entre el silencio y la voz en alto, tal vez en el ensueño, es en la hecatombe urbano, en el corazón cotidiano de la ciudad donde mejor se expresa.     


Datos biográficos

Nació en Zipaquirá, Colombia, el 24 de noviembre de 1977. Participó en los colectivos literarios Fundación Siembra, Zaguán de Poesía y Los Impresentables. Es Hermano de la Salle. Publicó el poemario  Estación del fuego  en 2007. Ha obtenido varios reconocimientos  literarios: Primer puesto en el II concurso La memoria de nuestros pueblos”: Homenaje a los estudiantes caídos en soledad"; mención en el IX concurso Bonaventurano de Cali; mención en el XXVI concurso de Poesía y Cuento de la Universidad Externado de Colombia, segundo puesto en el XII concurso de poesía Eduardo Carranza (año 2014), mención en el XII concurso Bonaventurano de Cali (año 2106) y segundo lugar en el Concurso Internacional de Poesía Ediciones Literarte, Argentina (año 2016). Ha publicado artículos y poemas en varias revistas literarias. En el año 2015 colaboró como columnista en la revista Vórtice, Nicaragua (año 2015). 



viernes, 2 de diciembre de 2016

Carpe Diem dentro o fuera de los libros




La expresión latina Patientia vencit omnia (La paciencia vence todo) bien podría aplicarse al proceso de lectoescritura que cualquier persona pudiera emprender para consolidar su formación personal, o simplemente, por el puro placer de perder el tiempo. Pues bien, en lo que a mí respecta, me agrada este segundo tipo de lectoescritores, no así quienes esgrimen cánones (incluso dentro del basto universo de la literatura) para imponer dogmas (desde la cátedra anacrónica de la doble moral de quien sólo repite lo que oye) sobre la importancia de leer para formarnos como personas buenas, sobre la necesidad de subir los índices de lectura en el país, sobre la cuestión importante de los hábitos de lectura, y hasta se recetan a diestra y siniestra libros, como sucede a veces en muchos salones de clase donde el estudiante debe ajustarse a las exigencias del docente, ceñirse al canon literario, sobrevivir a la dictadura del syllabus.


Me parece saludable aprender a perder el tiempo leyendo lo que nos guste y buscando nuestro propio pulso en las palabras, derribar los viejos muros de horarios y tareas por terminar, y sin quererlo practicar uno de los derechos recordados por Daniel Pennac sobre el evitar leer lo que no nos gusta, aquel libro que no dialoga con nosotros apenas lo saludamos, ese que arde con sólo una mirada o un gesto a las páginas y sentimos que  siempre nos buscó y que nos ha elegido para ser sus cómplices en sus páginas. Sólo, entonces, quizá caigamos dentro del libro como en Historia sin Fin o en Corazón de tinta, y quizá sólo así, podamos palpar como Gregorio Samsa nuestro caparazón de insecto o ver con los ojos de un gato la sociedad japonesa de su época como en El Gato, novela escrita por Natsume Soseki. Sí. Labor poco sencilla la de escribir, (y aún más leer), un acto antinatural eso de escribir, afirmaba el novel mexicano Carlos Fuentes.    

Aprender a leer y a escribir requiere paciencia, esfuerzo, tiempo, lleva años y años darse cuenta que es un proceso que acaso termina nunca; es una empresa tiránica donde intervienen personas, actitudes, aptitudes, y situaciones con un fin común, y siempre bajo la consigna de consolidar el reconocimiento del lenguaje por el cual comunicarnos, un lenguaje que permite construirnos como individuos, determinarnos entre las palabras y silencios y ecos compartidos, o quizá guiados por el azar de la intuición sea la palabra la que nos haga performativos e intimemos con los libros que ya sabemos de memoria sin siquiera haberlos leído… ¿Por qué? Porque pasamos toda nuestra vida detrás de las palabras, y no hace falta responder preguntas como ¿cuántas horas al día hablamos? o ¿qué hemos escrito? para sentirnos escritores. ¿Perogrullo? ¿Ignorancia?  

Porque al fin y al cabo ¿qué queda después de años y años y años de pasar por las “aulas” (la educación es excluyente, no la pregunta) para “aprender” a leer y escribir? Quizás el aprender a desaprender sea la mejor lección que un maestro pueda regalarnos. Pero eso lo sabemos luego, al principio es garabatear rayones, pequeños trazos temblorosos que con la práctica se convertirán en círculos y palos que conformarán símbolos universales, letras que nos acercan al otro sin siquiera estar ahí. ¿O sí estamos ahí? Y maravilloso es cuando al fin esos rayones en el papel doblado en las esquinas manchadas de tinta o café o mordido por el afán “adolescente” cobra sentido y peso y las palabras retienen lo pensado.

Pero no suponemos que leer y escribir son dos caras de la moneda. Leo como escribo, escribo como leo, pienso como escribo, hablo como pienso, una idea no mía sino de La Cocina de la Escritura, de Daniel Cassany. Y que esa moneda es menester acuñarla como el Coronel elaborando pescaditos de oro o Melquiades con sus manos de gorrión escribiendo la profecía cifrada y condenatoria de los Buendía en Cien Años de soledad. En contraste,  nos dejamos diluir por el facilismo: hacemos la plana como sea para poder salir a descanso, -así debamos repetirla, no importa-, copiamos del compañero los resúmenes de la novela o que nos la cuenten o vemos la película para poder ir a jugar fútbol o elevar cometas, y eso de leer queda relegado a los ñoños, es tedioso, ni locos que estuviéramos leeríamos Papá Goriot, El Carnero, La María, La Celestina, El Quijote, Lazarillo de Tormes, Mío Cid y otros bodrios que no se comparan con Cincuenta Sombras de Grey, Harry Potter, El Señor de los Anillos o El Alquimista.

¿Quién tiene la razón? ¿Cómo se establece lo que se debe o no leer? ¿Qué es lo predominante a la hora de guiar o impulsar a alguien a leer y escribir? Me gusta mucho la película Descubriendo a Forrester, del año 2000, dirigida por Gus Van Sant y producida por Sean Conery. En ella, un muchacho de tan sólo dieciséis (Jamal Wallas), negro, entabla  amistad con un escritor (William Forrester) quien le encausa su talento y lo marca para toda la vida. La relación entre “estudiante-profesor” pasa de ser distante, de fisgonear al joven que juega basquetbol desde la ventana de su apartamento en el Bronx hasta al fin forjar una amistad entrañable en la que cada cual devela sus miedos al otro. La película deja varias lecciones. Por un lado, todos necesitamos esos amigos mecenas que potencien nuestras fortalezas, que nos tache los textos y nos cuestione no sólo durante el proceso de escritura sino sobre lo podríamos hacer con nuestra vida. Y por otra parte, no siempre el contexto de pobreza y violencia de donde procedemos determina nuestras capacidades, aunque sí pesa muchísimo a la hora de aspirar vivir de otro modo. Jamal Wallas, la joven promesa del basquetbol y prometedor escritor no hubiese podido surgir socialmente sin la ayuda de su amigo William Forrester; es comprensible, diremos, ya que Jamal es negro y vive en el Bronx y pretende entrar a círculos sociales inaccesibles para él. (Pensamiento pobre heredado por siglos de sometimiento y desigualdad y violencia, incluso en el aula de clases).

Pienso que leer y escribir debería realmente ser la llave que abre puertas (al parecer no es tan simple), la lectoescritura debería trazar el camino hacia el éxito de las personas, potenciar las capacidades para ser felices en la vida; y aunque afortunadamente nuestro héroe del Bronx (Jamal Wallas) termina mitificado por su proeza, no sucede lo mismo en La sociedad de los poetas muertos -película del año 1989 dirigida por Peter Weir- en la que desgraciadamente uno de los estudiantes (Neil) se suicida porque ve truncado su sueño de ser actor por sentirse obligado a seguir la tradición familiar de estudiar medicina. Claro, en ambas películas hay dos mártires, por decirlo así, que afectan no solamente la trama sino la consecución del destino de los personajes: William Forrester le deja a su amigo Jamal no sólo su apartamento lleno de libros sino su segunda y última novela inédita para que la prologue (Forrester hacía por lo menos cincuenta años no publicaba) sino que al fin regresa a su patria para morir en paz, y, en el otro extremo, Neil, se suicida para ser glorificado al final de la película cuando al ser expulsado Míster Keating todos los estudiantes (casi todos) se suben en sus pupitres en señal de respeto, y sin discursos finales y poemas grandilocuentes nos enteremos, el público constreñido por la tragedia, que vale la pena luchar por nuestros sueños, y claro, morir por ellos. Es así, como creo que en ambas películas el profesor sale ganando al obtener su mejor premio: sembrar esperanzas en la oscuridad, compartir el amor por lo que hace (y es) con ese otro que se siente ausente y sin posibilidades de surgir por su miedo y su medio aplastante que lo obliga a no ser, ese profe amigo que nos despoja de nuestros miedos o al menos los comparte con los estudiantes o si quiera confía en sus discípulos, ese autodidacta que lee y escribe junto a ellos. (Eso si aún creemos que el ejemplo es el que educa. Hace unos años el proyecto Atlántida catalogaba a los adolescentes como un continente sumergido, sin embargo, para ellos, para los “adolescentes“, los adultos también son territorios sumergidos, países arrasados por la pereza o la rabia o la obligatoriedad de estar en un salón de clases o de ser padres por accidente o analfabetas de la tecnología que no hablan los nuevos lenguajes juveniles).

Bueno, en la vida real no es tan fácil como en las películas. Y quiero salvar mi responsabilidad en la 
medida en que no soy yo quien deba determinar lo que es saludable o no, lo que se ha de leer o dejar de lado, no soy quién para decretar leer Hamlet o Los Detectives Salvajes o The Middlesex sólo porque a mí me gusta, para imponer la lectura (en el aula) de Mío Cid o El Carnero sólo porque lo demanda el currículo, porque así es y punto, porque impera la autoridad del profesor por sus títulos universitarios y años de experiencia y no por lo que siente como persona o padre de familia o amigo o por lo que escribe y publica y tacha y lee frente a sus pupilos, creo que cada cual debe apáñesela como pueda, no hay consejos (en un mal parafraseo a Fernando Vallejo), cada cual camine a su modo, ábrase paso en el océano de la superficialidad y la derrota y la desesperanza, luche por sus ideales, sostenga el peso del otro si las fuerzas le alcanzan, no importa si hay tachones en el camino y la hoja de papel se rompe o la moja la lluvia, hay que pasar la página, caminar de otro modo, soñar, persistir aunque nos rechacen, tachar y tachar y leer sólo lo que nos guste aunque el profesor exija ese trabajo  sobre aquel libro para el día siguiente, y esforzarnos sin pretender que todo es fácil y que vivimos en un paraíso sin problemas, como nos lo hizo saber ya hace mucho el original pensador Estanislao Zuleta en su formidable Elogio a la Dificultad.

Por ahora, amigos, y mientras pasamos la página al libro que estamos leyendo o hacemos el último tachón correspondiente antes de entregar el trabajo al profesor o regresar a la oficina o escuchar música o hacer el amor, espero como el viejo Coronel a que llegue la noticia reciente de que no desistimos en el intento de escribir, que terminamos el informe o el ensayo, que fuimos más allá de la nota o del aplauso, que efectivamente leímos el texto asignado o que hemos descargado al dispositivo móvil nuestra propia biblioteca en PDFs de autores favoritos, o que disfrutamos nuestros audiolibros tanto como las mantecadas. Nada puede impedir que vivamos la lectura, que descubramos mundos memorables en los libros, que los libros sean parte de nuestra vida, y que escribimos impulsados por los sueños y no por los reconocimientos literarios o los premios póstumos. Aprendamos a perder el tiempo en lo que para nosotros significa vivir al máximo, Carpe Diem dentro o fuera de los libros, más allá de los errores ortográficos que inundan la ciudad llena de huecos y perros hambrientos y violencia, y seamos pacientes mientras abrimos camino al andar, como señala Machado.