viernes, 2 de diciembre de 2016

Carpe Diem dentro o fuera de los libros




La expresión latina Patientia vencit omnia (La paciencia vence todo) bien podría aplicarse al proceso de lectoescritura que cualquier persona pudiera emprender para consolidar su formación personal, o simplemente, por el puro placer de perder el tiempo. Pues bien, en lo que a mí respecta, me agrada este segundo tipo de lectoescritores, no así quienes esgrimen cánones (incluso dentro del basto universo de la literatura) para imponer dogmas (desde la cátedra anacrónica de la doble moral de quien sólo repite lo que oye) sobre la importancia de leer para formarnos como personas buenas, sobre la necesidad de subir los índices de lectura en el país, sobre la cuestión importante de los hábitos de lectura, y hasta se recetan a diestra y siniestra libros, como sucede a veces en muchos salones de clase donde el estudiante debe ajustarse a las exigencias del docente, ceñirse al canon literario, sobrevivir a la dictadura del syllabus.


Me parece saludable aprender a perder el tiempo leyendo lo que nos guste y buscando nuestro propio pulso en las palabras, derribar los viejos muros de horarios y tareas por terminar, y sin quererlo practicar uno de los derechos recordados por Daniel Pennac sobre el evitar leer lo que no nos gusta, aquel libro que no dialoga con nosotros apenas lo saludamos, ese que arde con sólo una mirada o un gesto a las páginas y sentimos que  siempre nos buscó y que nos ha elegido para ser sus cómplices en sus páginas. Sólo, entonces, quizá caigamos dentro del libro como en Historia sin Fin o en Corazón de tinta, y quizá sólo así, podamos palpar como Gregorio Samsa nuestro caparazón de insecto o ver con los ojos de un gato la sociedad japonesa de su época como en El Gato, novela escrita por Natsume Soseki. Sí. Labor poco sencilla la de escribir, (y aún más leer), un acto antinatural eso de escribir, afirmaba el novel mexicano Carlos Fuentes.    

Aprender a leer y a escribir requiere paciencia, esfuerzo, tiempo, lleva años y años darse cuenta que es un proceso que acaso termina nunca; es una empresa tiránica donde intervienen personas, actitudes, aptitudes, y situaciones con un fin común, y siempre bajo la consigna de consolidar el reconocimiento del lenguaje por el cual comunicarnos, un lenguaje que permite construirnos como individuos, determinarnos entre las palabras y silencios y ecos compartidos, o quizá guiados por el azar de la intuición sea la palabra la que nos haga performativos e intimemos con los libros que ya sabemos de memoria sin siquiera haberlos leído… ¿Por qué? Porque pasamos toda nuestra vida detrás de las palabras, y no hace falta responder preguntas como ¿cuántas horas al día hablamos? o ¿qué hemos escrito? para sentirnos escritores. ¿Perogrullo? ¿Ignorancia?  

Porque al fin y al cabo ¿qué queda después de años y años y años de pasar por las “aulas” (la educación es excluyente, no la pregunta) para “aprender” a leer y escribir? Quizás el aprender a desaprender sea la mejor lección que un maestro pueda regalarnos. Pero eso lo sabemos luego, al principio es garabatear rayones, pequeños trazos temblorosos que con la práctica se convertirán en círculos y palos que conformarán símbolos universales, letras que nos acercan al otro sin siquiera estar ahí. ¿O sí estamos ahí? Y maravilloso es cuando al fin esos rayones en el papel doblado en las esquinas manchadas de tinta o café o mordido por el afán “adolescente” cobra sentido y peso y las palabras retienen lo pensado.

Pero no suponemos que leer y escribir son dos caras de la moneda. Leo como escribo, escribo como leo, pienso como escribo, hablo como pienso, una idea no mía sino de La Cocina de la Escritura, de Daniel Cassany. Y que esa moneda es menester acuñarla como el Coronel elaborando pescaditos de oro o Melquiades con sus manos de gorrión escribiendo la profecía cifrada y condenatoria de los Buendía en Cien Años de soledad. En contraste,  nos dejamos diluir por el facilismo: hacemos la plana como sea para poder salir a descanso, -así debamos repetirla, no importa-, copiamos del compañero los resúmenes de la novela o que nos la cuenten o vemos la película para poder ir a jugar fútbol o elevar cometas, y eso de leer queda relegado a los ñoños, es tedioso, ni locos que estuviéramos leeríamos Papá Goriot, El Carnero, La María, La Celestina, El Quijote, Lazarillo de Tormes, Mío Cid y otros bodrios que no se comparan con Cincuenta Sombras de Grey, Harry Potter, El Señor de los Anillos o El Alquimista.

¿Quién tiene la razón? ¿Cómo se establece lo que se debe o no leer? ¿Qué es lo predominante a la hora de guiar o impulsar a alguien a leer y escribir? Me gusta mucho la película Descubriendo a Forrester, del año 2000, dirigida por Gus Van Sant y producida por Sean Conery. En ella, un muchacho de tan sólo dieciséis (Jamal Wallas), negro, entabla  amistad con un escritor (William Forrester) quien le encausa su talento y lo marca para toda la vida. La relación entre “estudiante-profesor” pasa de ser distante, de fisgonear al joven que juega basquetbol desde la ventana de su apartamento en el Bronx hasta al fin forjar una amistad entrañable en la que cada cual devela sus miedos al otro. La película deja varias lecciones. Por un lado, todos necesitamos esos amigos mecenas que potencien nuestras fortalezas, que nos tache los textos y nos cuestione no sólo durante el proceso de escritura sino sobre lo podríamos hacer con nuestra vida. Y por otra parte, no siempre el contexto de pobreza y violencia de donde procedemos determina nuestras capacidades, aunque sí pesa muchísimo a la hora de aspirar vivir de otro modo. Jamal Wallas, la joven promesa del basquetbol y prometedor escritor no hubiese podido surgir socialmente sin la ayuda de su amigo William Forrester; es comprensible, diremos, ya que Jamal es negro y vive en el Bronx y pretende entrar a círculos sociales inaccesibles para él. (Pensamiento pobre heredado por siglos de sometimiento y desigualdad y violencia, incluso en el aula de clases).

Pienso que leer y escribir debería realmente ser la llave que abre puertas (al parecer no es tan simple), la lectoescritura debería trazar el camino hacia el éxito de las personas, potenciar las capacidades para ser felices en la vida; y aunque afortunadamente nuestro héroe del Bronx (Jamal Wallas) termina mitificado por su proeza, no sucede lo mismo en La sociedad de los poetas muertos -película del año 1989 dirigida por Peter Weir- en la que desgraciadamente uno de los estudiantes (Neil) se suicida porque ve truncado su sueño de ser actor por sentirse obligado a seguir la tradición familiar de estudiar medicina. Claro, en ambas películas hay dos mártires, por decirlo así, que afectan no solamente la trama sino la consecución del destino de los personajes: William Forrester le deja a su amigo Jamal no sólo su apartamento lleno de libros sino su segunda y última novela inédita para que la prologue (Forrester hacía por lo menos cincuenta años no publicaba) sino que al fin regresa a su patria para morir en paz, y, en el otro extremo, Neil, se suicida para ser glorificado al final de la película cuando al ser expulsado Míster Keating todos los estudiantes (casi todos) se suben en sus pupitres en señal de respeto, y sin discursos finales y poemas grandilocuentes nos enteremos, el público constreñido por la tragedia, que vale la pena luchar por nuestros sueños, y claro, morir por ellos. Es así, como creo que en ambas películas el profesor sale ganando al obtener su mejor premio: sembrar esperanzas en la oscuridad, compartir el amor por lo que hace (y es) con ese otro que se siente ausente y sin posibilidades de surgir por su miedo y su medio aplastante que lo obliga a no ser, ese profe amigo que nos despoja de nuestros miedos o al menos los comparte con los estudiantes o si quiera confía en sus discípulos, ese autodidacta que lee y escribe junto a ellos. (Eso si aún creemos que el ejemplo es el que educa. Hace unos años el proyecto Atlántida catalogaba a los adolescentes como un continente sumergido, sin embargo, para ellos, para los “adolescentes“, los adultos también son territorios sumergidos, países arrasados por la pereza o la rabia o la obligatoriedad de estar en un salón de clases o de ser padres por accidente o analfabetas de la tecnología que no hablan los nuevos lenguajes juveniles).

Bueno, en la vida real no es tan fácil como en las películas. Y quiero salvar mi responsabilidad en la 
medida en que no soy yo quien deba determinar lo que es saludable o no, lo que se ha de leer o dejar de lado, no soy quién para decretar leer Hamlet o Los Detectives Salvajes o The Middlesex sólo porque a mí me gusta, para imponer la lectura (en el aula) de Mío Cid o El Carnero sólo porque lo demanda el currículo, porque así es y punto, porque impera la autoridad del profesor por sus títulos universitarios y años de experiencia y no por lo que siente como persona o padre de familia o amigo o por lo que escribe y publica y tacha y lee frente a sus pupilos, creo que cada cual debe apáñesela como pueda, no hay consejos (en un mal parafraseo a Fernando Vallejo), cada cual camine a su modo, ábrase paso en el océano de la superficialidad y la derrota y la desesperanza, luche por sus ideales, sostenga el peso del otro si las fuerzas le alcanzan, no importa si hay tachones en el camino y la hoja de papel se rompe o la moja la lluvia, hay que pasar la página, caminar de otro modo, soñar, persistir aunque nos rechacen, tachar y tachar y leer sólo lo que nos guste aunque el profesor exija ese trabajo  sobre aquel libro para el día siguiente, y esforzarnos sin pretender que todo es fácil y que vivimos en un paraíso sin problemas, como nos lo hizo saber ya hace mucho el original pensador Estanislao Zuleta en su formidable Elogio a la Dificultad.

Por ahora, amigos, y mientras pasamos la página al libro que estamos leyendo o hacemos el último tachón correspondiente antes de entregar el trabajo al profesor o regresar a la oficina o escuchar música o hacer el amor, espero como el viejo Coronel a que llegue la noticia reciente de que no desistimos en el intento de escribir, que terminamos el informe o el ensayo, que fuimos más allá de la nota o del aplauso, que efectivamente leímos el texto asignado o que hemos descargado al dispositivo móvil nuestra propia biblioteca en PDFs de autores favoritos, o que disfrutamos nuestros audiolibros tanto como las mantecadas. Nada puede impedir que vivamos la lectura, que descubramos mundos memorables en los libros, que los libros sean parte de nuestra vida, y que escribimos impulsados por los sueños y no por los reconocimientos literarios o los premios póstumos. Aprendamos a perder el tiempo en lo que para nosotros significa vivir al máximo, Carpe Diem dentro o fuera de los libros, más allá de los errores ortográficos que inundan la ciudad llena de huecos y perros hambrientos y violencia, y seamos pacientes mientras abrimos camino al andar, como señala Machado.          

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Nació en Zipaquirá el 24 de noviembre de 1977. Participó en los colectivos literarios Fundación Siembra, Zaguán de Poesía y Los Impresentables. Es Hermano de la Salle. Publicó el poemario Estación del fuego en 2007. Ha obtenido varios reconocimientos literarios: Primer puesto en el II concurso “La memoria de nuestros pueblos”: Homenaje a los estudiantes caídos en soledad" (2013); mención en el IX concurso Bonaventuriano de Cali (2013); mención en el XXVI concurso de Poesía y Cuento de la Universidad Externado de Colombia (2013), segundo puesto en el XII concurso de poesía Eduardo Carranza (año 2014) y mención de honor en el XII Concurso Bonaventuriano de Cali (2016). Ha publicado artículos y poemas en varias revistas literarias. Colaboró como columnista en la revista digital Vórtice (2015).