Ahora, con el filo del cuchillo en la garganta, recuerdo haber
respirado el humo de las fábricas e ir desarrapado bajo la lluvia de esa calle del
centro de la ciudad donde, por primera vez, sentí la mano invisible del invierno
abofetear mi cara. Iba bajo los aleros escuchando sin oír el ruido mojado, el
silbido metálico de la ciudad. Entonces, me deslicé como un molusco torpe por
la acera mojada, bajo ese clima malsano para mi salud, náufrago no sé cómo en esas
aguas densas de la realidad. Y, me dije, antes de escribir en mis apuntes: “…del
ser imaginario que alguna vez fui sólo queda el aire, el artificio”.
Era anegadizo, pluvioso, no poeta, anti poeta, sombrío como
un asesino cuyo resplandor de su cuchillo era grito entre sus manos. Y crucé el
umbral baldío de la puerta de la casa a las seis en punto de la tarde ese ocaso
de mil novecientos setenta y siete para asesinarlo en sus dominios, suficientemente
despierto, calzando sus zapatos que pesan demasiado, y con el hondo abismo del
olvido quebrándose por dentro. Y con la fiebre elevada como un desquiciado
enfermo. “He de aniquilarlo sin dejar rastro, matar a ese otro que soy; al juez,
jurado y verdugo que soy, este es mi destino mientras llueve”, me decía.
Él y yo nos parecemos demasiado. A mis treinta y siete años
sufro como él los quebrantos propios de la edad, su edad es mi edad, yo uso
lentes como él, llevo puesta su ropa empapada de lluvia, mi rostro es su
rostro, y afeito como él mi barba espesa. No es que camine en sueños ni pasee
los silencios de la casa adoquinada de sagas y mitologías, páginas tachadas y plegarias
revoloteando como mariposas de papel contra los vidrios de las ventanas. Yo me
llamo como él, Rodrigo Román es su nombre y su fotografía está estampada en mi
cédula de ciudadanía. Me digo que no soy yo quien lo imagina. Y susurro sin
premura: “…la policía nunca creerá en quién me he convertido, vaya uno a saber
cómo, soy el hijo del ruido y de la lluvia de esta ciudad que él (el otro, el
asesino) instiga, soy yo el habitante de odios aplazados y perdones por saldar
que silba turbio bajo la lluvia de la muerte”.
Y lo anoto en mi libreta de apuntes. Él es quien se parece a
mí y me persigue incluso hasta la oficina triste que me dobla el espinazo todo
el día obrero, y toma cerveza conmigo acribillando el tedio de los domingos
lánguidos con películas sobre asesinos. Ya nadie llena con su voz la soledad
inmensa de la lluvia que rompe los tejados, e inunda de tristeza las calles
agujereadas, desbarata andenes de concreto y desbarranca barrios de la punta de
los cerros. Todavía imagino la puerta abierta al que alguna vez fui, pero es
imposible olvidar al asesino que saludé como
si soplara las cenizas de los sueños que ardieron como brazas alguna vez dentro.
El doctor dijo que no estaba enfermo y que, aunque había esquirlas
de esquizofrenia en mi sangre, no debía preocuparme. Sugirió hacer más
ejercicio, consumir menos grasas y azúcares, no exponerme a la lluvia, y que mis
alucinaciones eran producto de un cansancio acumulado que había heredado de algún
antepasado suicida de hace más de un siglo. Yo, ciertamente, quisiera sentir
que esta preocupación constante en la que he crecido y me retiene es una piel que
desprendo a mi capricho, y rasgo para librarme al fin de quien me asecha, me
observa y vive dentro de mi casa, consume la carne de la nevera, bebe mi
cerveza, se acuesta con mis amigas, tiene mi voz, firma mis cheques, y quiere
matarme. “No te preocupes, duerme un poco y lo verás”, dijo al irme de su
consultorio.
He dormido poco, las pastillas que consumo no calman mi
angustia ni mi insomnio, mi cuerpo está tenso no tanto por las deudas sino por
alguna razón inexplicable que el doctor atribuyó a mis fantasmas. Mi fiebre interna
es a causa de las lluvias. Hoy, al abrir la puerta metálica de mi casa oí la
música de las campanas de la catedral repicando su clamor tejado abajo. Mi casa
ya no era mi casa, y era yo quien se doblaba como las páginas de mis cuadernos
de escuela hace más de treinta años. Deliro. Sufro. Es natural para alguien como
yo. Mi estado es lamentable, acaso no es mío el corazón de la materia de la que
soy hecho. Solo soy entre este montón de palabras superpuestas. Y también
exhibo innecesarias ambiciones: existir, olfatear, respirar, acariciar, besar…,
he buscado el equilibrio de la balanza de mis apetitos carnales desde mi
nacimiento.
Y llego hoy un poco lluvioso, todo el día llovidos los
bolsillos, llamo a la puerta, abro, oigo un silencio marino golpear con su
oleaje lejano todos los escombros de la angustia, naviero entro vestido de invierno,
un atuendo que se ajusta a las proporciones de mi cuerpo, y libro de una vez
por todas de la mordaza del delirio, por primera vez no soy el personaje de fanzine
archivado en folios viejos, desesperado de polvo, y catalogado por un bibliotecario
ciego que en una librería ruinosa de Buenos Aires enumera la luz de su tiniebla,
y acepta su destino. Ahora, al fin, libre de toda enfermedad mental, no
esquizoide, me conozco, soy este que existe, olfatea, respira, acaricia, besa y
siente al invierno hasta sus huesos. Y frente al espejo, ante mi asesino, olvido
todas mis empresas fallidas (páginas en blanco, poemas tachados, labios de
mujeres hermosas por besar, la caricia del seno, libros arrumados que nunca
leeré, cartas sin abrir, el fuego que derrumba mi casa) para cumplir la cita
con la muerte, yo, mi propio asesino, asesino a mi asesino, y atribuyo tal
designio a mi destino, al asesino que me habita, a ese otro que me asedia (y no
culpo al azar ni a la incertidumbre a la que estoy atado), yo soy este que corta
con el íntimo cuchillo mi garganta.